Marcel vive en un poblado a unos 30 kilómetros al sur de Doba, en Chad, cuyas casas de adobe y techado de paja se elevan sobre terreno arcilloso. Sin agua corriente, sus habitantes se sirven de pozos muchas veces contaminados. Los niños suelen morir aquí de malaria, infecciones y diarreas. No hace mucho, las incursiones de los guerrilleros rebeldes ?o de los soldados del Gobierno? les aterrorizaban. El sida (200.000 infectados en Chad) se llevó en Doba la vida de una de las hijas de Marcel antes de cumplir 30 años. Fue un golpe tremendo, y encima tuvo que convencer a las gentes del pueblo ?una cincuentena? de que su hija no murió envenenada ni asesinada.
Marcel ya pasa de los 50 (la esperanza de vida en Chad para los hombres es de 46 años), pero conserva una paz y humanidad interior que asombra, dice su amigo Ismael Piñón, director de la revista Mundo Negro y misionero comboniano. No tendría sentido preguntarle a este hombre si es feliz. Ni a él, ni a muchos otros como él. "Desde luego te responden que no. Pero cuando convives con ellos, te das cuenta de que disfrutan las cosas y que aprecian los momentos mucho mejor que nosotros". En un lugar donde los hijos se mueren de malaria por no disponer ni de un dólar en el bolsillo para medicinas, hablar de felicidad parece una provocación o un insulto. En Poba, como en muchas partes de África, se vive al día. "He estado en poblados donde ha habido muerte y dificultades, pero por la noche la gente saca el tambor, se pone a bailar y disfruta de la danza, de estar juntos", dice Piñón.Robert Lane, profesor emérito de Ciencias Políticas de la Universidad de Yale (Estados Unidos), señala que la escasez (o la percepción que de ella se tiene) es un condicionante importante de la felicidad. "
En países pobres, tener más amistades no aporta mucho a la felicidad. El dinero, en cambio, sí que contribuye". Parece una conclusión obvia, pero la felicidad está rodeada de factores muy arbitrarios. La neurología nos dice que un sentimiento feliz, según Lane, produce una erupción de dopamina en el núcleo accumbens cerebral (una región hundida en las profundidades del cerebro relacionada también con las respuestas placenteras a las drogas). Pero lo que lo causa sí que está sujeto al cambio. "La evolución", comenta Lane, "ha equipado a los humanos con una variedad de deseos que les hace felices. Las diversas culturas enfatizan diferentes deseos en épocas distintas, que permiten así la continuidad y el cambio histórico".
Los factores que se resumen a continuación aparecen ligados a encuestas que miden la felicidad de los países mediante escalas de satisfacción. Chad y la mayoría de los países africanos no aparecen, y cuando lo hacen se colocan siempre en el furgón de cola (caso de Tanzania y Zimbabue, el más infeliz del mundo). Pero Occidente también sorprende.
Prosperidad económica. Robert Lane es el autor de la obra Loss of happiness in market democracies (La pérdida de la felicidad en las democracias de mercado, en español), que cuestiona el tópico de que la prosperidad trae siempre más felicidad: una vez traspasada la línea de la pobreza, esta cuestión ya no está tan clara. Sus puntos de vista lanzan una mirada escéptica, quizá pesimista, por la que el orgulloso capitalista mira su obra y descubre grietas inesperadas. ¿Es la gente de los países ricos más feliz ahora que antes? Miles de encuestas escupen una conclusión sorprendente. Desde 1948 hasta 1970, los sueldos de los norteamericanos se duplicaron, pero los estudios no demostraron que por ello son ahora más felices. Entre 1975 y 1995, el producto interior bruto del gigante americano creció un 40%, pero la curva de la felicidad continuó sin despegar. Dos apuntes de última hora: los japoneses han visto sus sueldos quintuplicados entre 1958 y 1987, pero su felicidad no ha aumentado, según un artículo publicado en Science (de hecho, Japón figura entre los países más infelices del planeta respecto a su renta: ¡en el puesto número 90!). En otro estudio publicado recientemente en la revista Journal of Health Economics, el profesor Andrew Oswald y su equipo de la Universidad de Warwick (Reino Unido) mostraron que 137 ganadores de la lotería, con premios entre 1.000 y 120.000 libras, tan sólo se manifestaban un 10% más felices dos años después de obtener los premios.
¿Y España? Lane destacó en una entrevista al boletín de la Universidad de Yale que somos un buen ejemplo de un país en desarrollo que ha pasado a formar parte de los países ricos tras la II Guerra Mundial. Experimentamos satisfacción, y ahora nos ocurre lo mismo que a los demás. "Es un hecho que, en los países ricos, tener más dinero tiene poco efecto en la felicidad, mientras que disponer de más amigos hace a la gente más feliz, sobre todo en los países prósperos, donde las relaciones humanas son relativamente pobres", asegura. Para Lane, las relaciones sociales y la familia están en el primer puesto. Define la felicidad como un sentimiento de bienestar que no siempre tiene una referencia objetiva.
En realidad, la felicidad se nos escapa entre los dedos. ¿Somos felices si tenemos un buen día o un momento de euforia, o quizá preferimos una vida feliz a largo plazo? Puede que las tres cosas. Un punto de vista diametralmente opuesto ?y mucho más optimista? lo sostiene el profesor Ruut Veenhoven, de la Universidad de Erasmus, en Rotterdam (Holanda). En 1980 empezó a recolectar estudios estadísticos sobre 120 países para crear una Base Mundial de Datos de la Felicidad, basada en 8.000 encuestas. Fundamentalmente, las preguntas son del tipo: ¿considera que su vida es poco feliz, moderadamente feliz o muy feliz?, o ¿si tuviera que situar su vida en una escala de felicidad del 1 al 10, qué valor elegiría? En este campeonato, Dinamarca figura como el lugar donde vive la gente más feliz del mundo. España comparte, junto con Italia y Chipre, los puestos entre el 26 y el 28 (un rango mediano, aunque otras estimaciones nos bajan al puesto 46).
Sexo. Sin duda, resulta placentero, pero la forma en que lo percibimos cambia. Para la historiadora Jennifer Michael Hecht, de la Universidad de Columbia, en Nueva York, "las cosas que nos hacen ahora felices no son las mismas que en el pasado, y cambiarán en el futuro", explica a EPS. Hecht es la autora de un libro, The happiness myth (El mito de la felicidad), que se publica este mismo mes en EE UU. "Estar feliz consiste en creer y sentirse parte de tu cultura. Pero la cultura es algo muy arbitrario", advierte. El sexo representa para ella un ejemplo perfecto.
España ha exportado internacionalmente el mito de Don Juan (Italia, el de Casanova) como arquetipo que despertaba admiración en su tiempo al ser un icono de potencia sexual. Como contrapunto, las sociedades europeas católicas a mediados del siglo XIX (las de España, Francia o Inglaterra) consideraban que un hombre que había practicado la abstinencia sexual durante tres años podía sentirse orgulloso de su vigor y su buena salud; respecto a la mujer, no practicar sexo durante 10 años era motivo de felicidad por sus saludables consecuencias. "Estos dos tipos serían considerados hoy patológicos", asegura Hecht.
Lo que proyecta el sexo en el público ha cambiado. Como buena neoyorquina, Hecht se acoge a las estadísticas y rompe tópicos. En Estados Unidos, por ejemplo, resulta sorprendente comprobar que el rango de una vida sexual normal oscila entre dos coitos a la semana, y dos, o incluso un solo acto sexual, al mes. "En América, si alguien se acuesta con mucha gente, se considera que tiene problemas".
Drogas. Nuestra percepción ha cambiado. Lo que ahora nos perjudica, antes se recetaba. "El opio y la heroína no son muy distintos de los psicofármacos modernos, excepto en los efectos secundarios (un placer súbito y confusión)", dice Hecht, refiriéndose a antidepresivos tan populares hoy día como el Prozac o el Lexapro.
"Desde luego que ha cambiado la percepción de las drogas a lo largo del tiempo", explica Francisco Javier Puerto, catedrático de Historia de la Farmacia de la Universidad Complutense y uno de los historiadores de la medicina más reconocidos en nuestro país. "Lo que ahora se llama droga, entre los farmacólogos se denomina droga de abuso. Y las drogas de abuso fueron, en su día, comercializadas por las compañías farmacéuticas".
Los ejemplos se suceden, explica este experto: el láudano del doctor británico Thomas Sydenham, nacido en 1624 en Dorset (Reino Unido) en el seno de una familia puritana, contenía opio, elemento indispensable. O la cocaína. "Se empleó pura contra la tos, y añadida a otros principios activos para el mismo uso. Yo tengo algunas cajas de mentol-cocaína en las que se dice que se pueden usar hasta 12 veces sin peligro", dice Puerto. "Al parecer, Freud utilizó cocaína para deshabituar a un morfinómano. Lo consiguió y lo transformó en un cocainómano". La heroína fue comercializada por la farmacéutica Bayer en 1898 como un remedio sedante contra la tos tuberculosa, y al año siguiente la compañía estaba produciendo una tonelada anual y exportaba a 23 países. Por entonces surgieron tabletas de heroína, jarabes, sales que contenían la droga y hasta un elixir que la mezclaba con glicerina.
La genética y el punto de retorno. Son dos conceptos ligados a la felicidad que ahora están siendo revisados. En el primer caso, ¿hay gente genéticamente más dispuesta a la felicidad? Enfermedades mentales como la depresión o la psicosis maniaco-depresiva tienen raíces genéticas. De acuerdo con David Bauss, psicólogo de la Universidad de Tejas en Austin (EE UU), la tendencia a deprimirse es mayor en los países desarrollados, y especialmente entre la gente más joven, según escribe en la revista American Psychologist. Cinco trabajos entre 39.000 personas en varias regiones del mundo así lo atestiguan.
"En los estudios, el componente genético de la felicidad oscila entre un 20% y un 50%, y está claro que predispone a algunos a ser más felices que otros", indica Ruut Veenhoven. "Sin embargo, no creo que este componente explique las diferencias que hay entre las naciones". Bután podría ser un ejemplo enigmático. En el ranking elaborado por el psicólogo británico Adrian G. White, de la Universidad de Leicester, este pequeño país de la región del Himalaya está en el puesto número ocho (España, según este ranking, ocupa el 46, recordémoslo). ¡A pesar de tener una renta per cápita de 1.200 dólares y una esperanza de vida de 55 años! Y no es algo nuevo. El propio rey de Bután declaró en 1972 que la riqueza de los países no debía medirse por su economía, sino por su producto nacional de felicidad (en vez del producto nacional bruto).
El llamado punto de retorno postula que cada persona tiene un índice concreto de felicidad más o menos fijo y que las circunstancias de la vida influyen relativamente poco, de forma que, después de un traspié o un golpe de fortuna, tendemos a volver a ese punto de felicidad, como si nuestra vida siguiera un movimiento pendular: tarde o temprano, el péndulo se quedará quieto. Eso explicaría muchos hechos observables: por ejemplo, que los más adinerados no son mucho más felices que la clase media.
Richard E. Lucas, de la Universidad Estatal de Michigan, ha desafiado este punto de vista con un nuevo estudio que publica en la revista Current Directions in Psychological Science. Se trata de dos encuestas realizadas en Alemania y el Reino Unido (40.000 alemanes a lo largo de 21 años y 27.000 británicos durante 14 años) capaces de capturar lo que llamamos niveles de satisfacción antes y después de un acontecimiento traumático. Los hallazgos podrían resumirse así: por término medio, la gente se adapta al matrimonio dos años después de casarse. Es entonces cuando los niveles de satisfacción descienden a los que había antes de casarse. El tiempo para adaptarse a la pérdida de un esposo o una esposa es de unos siete años. Contrariamente a lo que se pensaba, los divorciados no retornan a los niveles previos de felicidad cuando estaban casados. En otras palabras, nunca se recuperan. Lo mismo se puede decir de las personas que pierden un empleo. Las enfermedades y heridas graves sí tienen un impacto duradero y no temporal en la felicidad de la persona; en cuanto al ánimo, uno ya no vuelve a ser el mismo.
El mito del clima cálido y feliz. Contrariamente a lo que se cree, los índices de felicidad más altos ocurren en países más fríos y con menos horas de luz que en los mediterráneos, cuyas agencias de turismo los presentan como paraísos donde el sol nunca se pone. Muy por delante de España se encuentran países como Irlanda (número 11, frente a nuestro 46 en la clasificación de White), Islandia (con menos horas de luz que nadie, ¡en el número 4!), Suiza y Austria (2 y 3), Finlandia y Suecia (6 y 7) y Canadá (11). La única excepción la encontramos en las Bahamas, con el quinto lugar en esta lista.
"Hay una conexión: cuanto más cálido es un país, más infeliz es la gente", dice Veenhoven. Argumenta dos explicaciones, una biológica y otra cultural. "La especie humana no está construida para trabajar en climas cálidos, con enfermedades y mosquitos, y si tienes que realizar un trabajo físico, mejor que no sea en este tipo de clima". En cuanto al segundo razonamiento, "los climas fríos obligaron en el pasado a trabajar juntos tanto al hombre como a la mujer, por lo que se desarrolló una cultura igualitaria. Y la gente es más feliz en culturas igualitarias que en las jerárquicas". Eso concordaría con la igualdad de la mujer en el trabajo, que es una característica de los países del norte de Europa, casualmente los más felices.
Longevidad y salud. Entre los españoles "existe una fortísima asociación directa entre salud y felicidad", asegura Amado Peiró, profesor de Análisis Económico de la Universidad de Valencia, que ha realizado uno de los escasos análisis sobre felicidad en nuestro país (siguiendo datos de una encuesta mundial de 1995 para España). La salud funciona como un buen factor predictible, como no podía ser de otra forma. Sin embargo, entre los expertos sigue pesando una incertidumbre. ¿Son los países más longevos los que a la postre resultan precisamente los más felices? O por el contrario, ¿son más felices porque son más longevos? "Hay una correlación entre longevidad y felicidad, pero no es perfecta", dice Veenhoven. "La cuestión es averiguar qué causa qué".
En el ranking de Adrian White, Bahamas aparece en el quinto puesto, mientras su vida media es de sólo 65,6 años, mientras que Suecia, con más de 80 años, ocupa el séptimo. En España (que comparte rango de puestos entre el 26 y 28 en el ranking elaborado por el propio Veenhoven) se vive por término medio 10 años más que en Honduras (que ocupa el rango 22-23 en la misma escala) y Guatemala (rango de felicidad entre el 9 y el 14). La respuesta no puede hallarse a nivel nacional, concluye Veenhoven, sino a nivel individual. "Los seguimientos estadísticos de las vidas de las personas que gozan de buena salud predicen que serán felices, pero el efecto encontrado es mucho mayor en la dirección opuesta: la felicidad protege la salud física, por lo que la gente feliz vive más tiempo".
El misterio danés. Terminemos con una última pregunta: ¿por qué los daneses son más felices que los españoles? Para Veenhoven, la respuesta hay que buscarla en la prosperidad, la política y el papel de la mujer en la sociedad: "Los daneses tienen más riqueza y una tradición democrática más larga", asegura este profesor de Rotterdam. "Y la igualdad de sexos en Dinamarca es mayor que en España". Apunta a que en la sociedad danesa "la persona tiene más opciones de elección en su vida". Sin embargo, hay otros aspectos mucho más misteriosos a la hora de explicar por qué los daneses son los más felices: según un estudio de British Medical Journal, los daneses tienen comparativamente menos horas de sol que los suecos al año (1.539 horas frente a 1.821, en 2004), son de los que más fuman y beben en Europa, son los segundos de la UE en número de divorcios (detrás de Bélgica) y tampoco son los más longevos (ocupan el puesto 13).