PERDONEN QUE NO ME LEVANTE. Europa tenía tetas MARUJA TORRES EL PAIS SEMANAL - 11-10-2009
En los últimos tiempos se tropieza una a menudo con imágenes de esas tres supervivientes del cine europeo -espero que sigan bien pimpantes cuando lean ustedes esta columna- que son Brigitte Bardot, Sofía Loren y Claudia Cardinale. No creo que la letra impresa referida a ellas genere en las jóvenes generaciones noción alguna acerca de la impresión -redundo, luego existo- que su aparición despertó en mis coetáneos. Aquellos escotes latinos florecieron de repente entre nuestros reclinatorios y permitieron, por ejemplo, que se afirmara entre nosotros la expresión corporal de aquella Emma Penella de Fedra y de El verdugo.
Alcanzaron el éxito, por suerte para ellas, antes de que la democratización de la moda que empezó en la segunda mitad de los sesenta del pasado siglo decretara que las mujeres de las clases populares también tenían derecho a ser anoréxicas como las modelos Twiggy y Jean Shrimpton, británicas que habían reaccionado a las carestías de la posguerra cerrando la boca, mientras que, en el continente, las mujeres perseguían desesperadamente a los hombres ricos tanto como a los bocadillos de mortadela.
Estas tres actrices que hoy gloso tenían pechos, caderas, culo; tenían desparpajo y ofrecían sexo indudablemente femenino desde la punta del cardado hasta la uña nacarada del dedo gordo del pie izquierdo. Estaban llenas de vida, como la Europa continental y, sobre todo, meridional de entonces que, década y pico después de la Segunda Guerra Mundial, alimentaba esperanzas de futuro, de reconstrucción, de paz. Entre la devastación que ya empezaba a escampar, los bustos de estas mujeres se levantaban como las pirámides. Representaban el seno materno y, además, estaban hambrientas. De éxito, de amor, de vida.
Bardot nunca fue una actriz. De las tres, es la que tiene en su haber las peores películas, mientras que Cardinale -que cabalgó entre la comedia costumbrista y el melodrama viscontiano- cuenta con un inmejorable currículo, desarrollado en los tiempos en que el cine europeo era también inmejorable. Bardot representaba a la niña salvaje, sexualmente precoz. Hablaba directamente a la bragueta de los hombres, pero cualquier realizador con dos dedos de talento -a Louis Malle le pasó, en Vida privada- lo perdía provisionalmente mientras Brigitte estaba a sus órdenes. Sólo Roger Vadim, mediocre donde los haya, le dio forma como ninfa-devoradora de hombres, y sólo el viejo cuco de Clouzot le arrancó una interpretación vagamente creíble, en La vérité. Pero qué gran placer fue siempre contemplarla, tan hermosa y tan libre, descalza y amoral.
Sofía Loren -y por eso es la más rimbombantemente respetada de las tres- se decantó por el atlantismo desde el principio. Pasada su época frescachona, y afianzada su sociedad matrimonial con el productor Carlo Ponti, la Loren adelgazó, abandonó la autenticidad napolitana que la distinguía y reconstruyó su imagen a la medida de la italianidad que Hollywood era capaz de asimilar. Es decir, poca, pero muy sobreactuada. En aquella época, las italianas que trabajaban en Estados Unidos hacían también de niñeras -como haría Penélope cuando les llegara la hora a las inmigrantes de habla hispana-, pero tenían la suerte de que, en el reparto de papis viudos, les tocara Cary Grant. Sofía jugó sus cartas bien, y ahí está. Loor y gloria.
En cuanto a Cardinale, el cine ha dado pocas mujeres tan hermosas, tan carnales, tan luminosas, tan heridas. La chica con la maleta cargará para siempre con el amor de una generación. En Vaghe Stelle dell’Orsa, su entrecejo se fruncía hasta hacernos daño: tenía la pobre un destino de hermana incestuosa con el bobo de Jean Sorel. Nunca olvidaremos su aparición en El gatopardo, a la hora de la cena, en la casona donde los aristócratas están aprendiendo a cambiar un poco para que nada cambie. Ver a Claudia y contener el aliento era todo uno.
Brigitte venía de la burguesía convencional e hizo siempre lo que le vino en gana; más que subvertir, elevó el capricho a la categoría de tentación. Sofía había corrido por las calles de Pozzuoli pidiendo chicles a los libertadores USA. Claudia nació en Túnez en los tiempos del ridículo neocolonialismo mussoliniano. Las tres son conservadoras cuando no directamente reaccionarias, como en el caso de la lepenista Bardot, aunque se dedican a las causas políticamente correctas.
Como Europa, aproximadamente.
En los últimos tiempos se tropieza una a menudo con imágenes de esas tres supervivientes del cine europeo -espero que sigan bien pimpantes cuando lean ustedes esta columna- que son Brigitte Bardot, Sofía Loren y Claudia Cardinale. No creo que la letra impresa referida a ellas genere en las jóvenes generaciones noción alguna acerca de la impresión -redundo, luego existo- que su aparición despertó en mis coetáneos. Aquellos escotes latinos florecieron de repente entre nuestros reclinatorios y permitieron, por ejemplo, que se afirmara entre nosotros la expresión corporal de aquella Emma Penella de Fedra y de El verdugo.
Alcanzaron el éxito, por suerte para ellas, antes de que la democratización de la moda que empezó en la segunda mitad de los sesenta del pasado siglo decretara que las mujeres de las clases populares también tenían derecho a ser anoréxicas como las modelos Twiggy y Jean Shrimpton, británicas que habían reaccionado a las carestías de la posguerra cerrando la boca, mientras que, en el continente, las mujeres perseguían desesperadamente a los hombres ricos tanto como a los bocadillos de mortadela.
Estas tres actrices que hoy gloso tenían pechos, caderas, culo; tenían desparpajo y ofrecían sexo indudablemente femenino desde la punta del cardado hasta la uña nacarada del dedo gordo del pie izquierdo. Estaban llenas de vida, como la Europa continental y, sobre todo, meridional de entonces que, década y pico después de la Segunda Guerra Mundial, alimentaba esperanzas de futuro, de reconstrucción, de paz. Entre la devastación que ya empezaba a escampar, los bustos de estas mujeres se levantaban como las pirámides. Representaban el seno materno y, además, estaban hambrientas. De éxito, de amor, de vida.
Bardot nunca fue una actriz. De las tres, es la que tiene en su haber las peores películas, mientras que Cardinale -que cabalgó entre la comedia costumbrista y el melodrama viscontiano- cuenta con un inmejorable currículo, desarrollado en los tiempos en que el cine europeo era también inmejorable. Bardot representaba a la niña salvaje, sexualmente precoz. Hablaba directamente a la bragueta de los hombres, pero cualquier realizador con dos dedos de talento -a Louis Malle le pasó, en Vida privada- lo perdía provisionalmente mientras Brigitte estaba a sus órdenes. Sólo Roger Vadim, mediocre donde los haya, le dio forma como ninfa-devoradora de hombres, y sólo el viejo cuco de Clouzot le arrancó una interpretación vagamente creíble, en La vérité. Pero qué gran placer fue siempre contemplarla, tan hermosa y tan libre, descalza y amoral.
Sofía Loren -y por eso es la más rimbombantemente respetada de las tres- se decantó por el atlantismo desde el principio. Pasada su época frescachona, y afianzada su sociedad matrimonial con el productor Carlo Ponti, la Loren adelgazó, abandonó la autenticidad napolitana que la distinguía y reconstruyó su imagen a la medida de la italianidad que Hollywood era capaz de asimilar. Es decir, poca, pero muy sobreactuada. En aquella época, las italianas que trabajaban en Estados Unidos hacían también de niñeras -como haría Penélope cuando les llegara la hora a las inmigrantes de habla hispana-, pero tenían la suerte de que, en el reparto de papis viudos, les tocara Cary Grant. Sofía jugó sus cartas bien, y ahí está. Loor y gloria.
En cuanto a Cardinale, el cine ha dado pocas mujeres tan hermosas, tan carnales, tan luminosas, tan heridas. La chica con la maleta cargará para siempre con el amor de una generación. En Vaghe Stelle dell’Orsa, su entrecejo se fruncía hasta hacernos daño: tenía la pobre un destino de hermana incestuosa con el bobo de Jean Sorel. Nunca olvidaremos su aparición en El gatopardo, a la hora de la cena, en la casona donde los aristócratas están aprendiendo a cambiar un poco para que nada cambie. Ver a Claudia y contener el aliento era todo uno.
Brigitte venía de la burguesía convencional e hizo siempre lo que le vino en gana; más que subvertir, elevó el capricho a la categoría de tentación. Sofía había corrido por las calles de Pozzuoli pidiendo chicles a los libertadores USA. Claudia nació en Túnez en los tiempos del ridículo neocolonialismo mussoliniano. Las tres son conservadoras cuando no directamente reaccionarias, como en el caso de la lepenista Bardot, aunque se dedican a las causas políticamente correctas.
Como Europa, aproximadamente.
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