lunes, abril 19, 2010

La invisibilidad de las víctimas. JUAN DIEGO BOTTO

La invisibilidad de las víctimas. JUAN DIEGO BOTTO. EL PAÍS - Opinión - 18-04-2010
Al bisabuelo español de
mi hija
La primera persona que va a ser juzgada por los crímenes del franquismo es precisamente la única que
ha pretendido investigarlos. Esta paradoja cuestiona la naturaleza de nuestro Estado de derecho y nuestra democracia. La transición nació fruto del siguiente pacto: Estado de derecho sí, pero vamos a hacer un aparte con este genocidio y estos crímenes de lesa humanidad para que sea posible avanzar. Y así se desarrolla nuestra democracia, manteniendo en los aparatos del Estado a quienes habían administrado la dictadura.
Mi generación (nacidos en 1975) siempre pensó que era cuestión de tiempo, que cuando la democracia estuviera asentada llegaría el momento de las víctimas. Lo que ha ocurrido es precisamente lo contrario. Este auto del juez Luciano Varela es el equivalente a la peor de las leyes de punto final. Peor, porque en este país ya nadie pedía sentar en el banquillo a los responsables. Lo único que se pedía era dar amparo a víctimas y familiares.
Preguntémonos con qué autoridad moral se asienta un Estado de derecho que investiga a quien comete un asesinato pero no a quienes cometen 100.000; que investiga la desaparición de una niña pero no la de decenas de miles de personas; que persigue a quien roba un coche pero no a quien organiza un entramado para robar niños. Sobre esa estructura es improbable que alguien llegue a confiar en sus instituciones. La mejor manera de garantizar que ningún grupo ose alzarse de nuevo contra la democracia es demostrar que la justicia será con ellos implacable. Pero a quienes lucharon por la República se les ha premiado con una fosa común con vistas al olvido.
Según las encuestas, la mayoría de los españoles prefiere la democracia a la dictadura franquista, a la que la mayoría considera sangrienta. Ello presupone que cualquier gobierno en estos años de democracia estaba legitimado para enfrentar una tarea que, sin embargo, ninguno acometió.
Se trataba, simplemente, de catalogar esos delitos como lo que son y, más importante aún, ofrecer reparación a las víctimas. Si desde el Estado se cometieron los crímenes -y se hizo además desde las fuerzas del Estado y en nombre del Estado- es éste, sin duda, el que debe asumir buscar, desenterrar y averiguar cómo fueron eliminados sus ciudadanos. La visibilidad de casi 1.000 víctimas del terrorismo etarra es uno de los grandes aciertos de la democracia española; sin embargo, la lacerante invisibilidad de los al menos 113.000 desaparecidos y miles de torturados, encarcelados y exiliados es una de sus más imperdonables deudas.
En cuanto a la Historia, se recurre a menudo al argumento de la equidistancia: "Por ambos bandos se cometieron atrocidades". Sí, muy probablemente el bando republicano cometiera crímenes de guerra. Todos deberían ser investigados. Ahora bien, eso no puede nunca oscurecer el hecho históricamente nítido de que la contienda tuvo un responsable, un bando que se sublevó contra la democracia y que ello derivó en una guerra. Más aún, no se puede negar que hubo durante la guerra y también en los años posteriores a ella un plan sistemático para acabar con un grupo político o ideológico.

Ampararse en que ambos bandos cometieron atrocidades para igualar a los contendientes sería tanto como afirmar que no se puede juzgar a los nazis porque los aliados también cometieron crímenes. Sin lugar a dudas las cometieron. Es difícil pensar que los bombardeos sobre Dresde no fueran un crimen de guerra. Eso, sin embargo, no ampara ni una sola de las atrocidades cometidas por los nazis.
Para sostener que hubo prevaricación, el juez Varela señala que la Ley de Amnistía impide juzgar los crímenes del franquismo. Pues bien, aclaremos que la propia Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas pide la nulidad de dicha ley, porque los delitos de lesa humanidad y genocidio no pueden estar sujetos a leyes de amnistía. Son delitos considerados tan graves que no se permite a los políticos el derecho de amnistiarse ni arrebatar a las víctimas el derecho a obtener justicia. Por otra parte, esa interpretación que coloca la Ley de Amnistía por encima del amparo a las víctimas es contradictoria con los artículos 10.2 y 96.1 de la Constitución, en vinculación con varios tratados y convenciones internacionales suscritos por España.
Varela indica, además, que los delitos han prescrito, pero eso solo sería posible si se observa cada caso individualmente, es decir, si se niega la existencia de crímenes masivos y por ende, la intencionalidad del franquismo de cometerlos, dado que los crímenes de genocidio y lesa humanidad no prescriben.
Varela señala también que Garzón ha incumplido la Ley de la Memoria Histórica al usurpar tareas que corresponden a la administración, lo cual es falso, porque dicha ley señala en su disposición adicional segunda que las previsiones contenidas en la misma son compatibles con el ejercicio de las acciones establecidas en las leyes o tratados y convenios internacionales suscritos por España.
Cuando la justicia da cobertura a una dictadura a costa de negar auxilio a sus víctimas, cuando se actúa de espaldas a la voluntad de la mayoría, ¿qué Estado de derecho es éste? ¿Qué democracia es ésta?

La calidad de nuestra democracia. JULIÁN CASANOVA EL PAÍS - Opinión - 17-04-2010
Algunos poderes fácticos pretenden impedir la reparación política, jurídica y moral de las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura. El acoso y procesamiento sufrido por el juez Baltasar Garzón lo demuestra
A las dos y cuarto de la tarde del domingo 23 de noviembre de 1975, una losa de granito de 1.500 kilos cubrió la tumba que se había preparado para Francisco Franco en la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. La losa que selló el sepulcro era tan pesada como el legado que Franco dejaba, después de cuatro décadas de guerra de exterminio y paz incivil. De eso han pasado ya casi 35 años y los españoles seguimos opinando -aunque con mucho grito, poco debate y menos fundamento- sobre las virtudes y defectos de la democracia que construimos sin necesidad de derribar el armazón de la dictadura.
La corrupción política, con políticos que la ignoran, y el procesamiento del juez Baltasar Garzón a instancias de los herederos ideológicos del franquismo, nos sitúan de nuevo en la disputa. Recordemos cómo empezó todo y adónde hemos llegado.
Apenas muerto Franco, muchos de sus fieles partidarios dejaron el uniforme azul y se pusieron la chaqueta democrática. La desbandada de los llamados reformistas o "aperturistas" en busca de una nueva identidad política fue a partir de ese momento, sin prisa, pero sin pausa, general. Muchos franquistas de siempre, poderosos o no, se convirtieron de la noche a la mañana en demócratas de toda la vida. Debería dejarse claro, por lo tanto, frente a la opinión sesgada de algunos ilustres ex franquistas que se han apropiado de la transición a la democracia, que el armazón de la dictadura que controlaba el poder cuando Franco murió no contenía el embrión de la democracia y tampoco el Rey, el nuevo Jefe de Estado, ofrecía en ese momento las mejores garantías.
Los políticos y burócratas formados en la Administración del Estado franquista tenían en sus manos el aparato represivo y el consentimiento de una parte importante de la población educada durante años en la desconfianza hacia los cambios políticos, identificada con los valores de la autoridad, la seguridad y el orden. Sin Franco no habría franquismo, pero los franquistas que abanderaron entonces la democracia se beneficiaron de los miedos que ellos y su querida dictadura habían difundido durante décadas: el miedo a los desórdenes y protestas, la machacona propaganda negativa vertida sobre los partidos políticos "rojos" y de la oposición, y el recuerdo traumático de la Guerra Civil, con el temor siempre tan manido de que se pudiera repetir.
Es verdad que desde abajo hubo una poderosa presión social que, ejercida por asociaciones de vecinos, estudiantes, sindicatos, comunidades cristianas, intelectuales y profesionales, trataba de quebrar las posturas inmovilistas, del bunker, que impedían el tránsito hacia un sistema de libertades. Pero el proyecto de Ley para la Reforma Política ideado por Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda pasó por las Cortes franquistas, tras ofrecer importantes concesiones al grupo de notables que, alrededor de Manuel Fraga, acababa de fundar Alianza Popular (AP), y fue aprobado en referéndum el 15 de diciembre de 1976 con una elevada participación, el 77% del censo -aunque en el País Vasco se quedó en el 54%-, y un 95% de votos afirmativos, pese a que la oposición democrática había pedido la abstención. Las promesas de paz, orden y estabilidad fueron la gran baza de Suárez para marcar el ritmo y las reglas del juego y para movilizar a mucha gente que con ese apoyo a la reforma política descartaba la "ruptura democrática" y una consulta popular para decidir sobre la continuidad de la Monarquía.
En los dos años siguientes, la historia se aceleró en medio de acuerdos, pactos, decisiones fundamentales y participaciones democráticas. El proceso de reforma legal que desembocó en la celebración de elecciones generales en junio de 1977 -40 años después de las últimas que pudo presidir la Segunda República- y la aprobación de la Constitución a finales de 1978, fue acompañado de una Ley de Amnistía, aprobada el 15 de octubre de 1977, por la que se renunciaba, entre otras cosas, a abrir investigaciones o a exigir responsabilidades contra "los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas". Hay quienes creen que ese pacto político de olvido del pasado, sellado por las élites procedentes del franquismo y las fuerzas de la oposición, marcó a la democracia española. En realidad, el miedo a las Fuerzas Armadas y el recuerdo traumático de la guerra y de la represión condicionaban el discurso público y la cultura -o incultura- política de millones de ciudadanos. El escenario estaba dominado entonces por la crisis económica, los conflictos sociales, el terrorismo de ETA y de la ultraderecha, y la amenaza de involución militar. Ese proceso democratizador se basó en la transacción y negociación de las élites políticas con partidos, a izquierda y derecha, de estructuras rígidas y listas cerradas que no estimulaban la afiliación ni la participación de la sociedad civil. La mayoría de la gente aceptó que eso fuera así y las voces disidentes no pudieron, porque tampoco contaban con recursos disponibles, avanzar por otros caminos.
La consolidación de la democracia a partir del triunfo socialista en las elecciones de octubre de 1982 trajo enormes beneficios a la sociedad española, con el desarrollo del modelo autonómico, la extensión del Estado del Bienestar -con políticas fiscales de redistribución de la riqueza-, la integración de España en las instituciones europeas y la supremacía del poder civil sobre el militar. El militarismo pasó a la historia y, pese a la existencia de ETA, un legado de la dictadura que la democracia no ha podido destruir, la violencia ya no es entre nosotros un vehículo de la acción política.
Pero pronto pudo comprobarse también que la democratización y modernización española iba acompañada de altas dosis de prácticas corruptas, de especulación y fraude, de negocios privados a costa del gasto público, a los que no quisieron poner freno ni los gobiernos ni los partidos políticos. Partidos, por otro lado, rodeados de amigos, de personas fieles, que defienden al jefe y a sus propios intereses y que rara vez suelen diseñar un plan de decisiones coherentes destinado a perdurar.
La evolución política, social, económica y cultural de las últimas tres décadas constituye el mayor periodo de estabilidad y libertad de la historia contemporánea de España. Poco o nada queda ya de la visión romántica y aventurera de los viajeros extranjeros que, hasta hace muy poco, tan sólo unas décadas, veían a España como un territorio preindustrial alejado de Europa, a caballo entre la tradición de algunas regiones y la modernidad de otras, obstinado en su atraso e incapaz de superar su traumática historia. Un territorio, como todavía lo describía Gerald Brenan a mediados del siglo XX, "enigmático y desconcertante".
Paradójicamente, cuando más asentada parecía la democracia, después de dejar atrás las partes más funestas del legado autoritario del franquismo, nuevas coacciones y amenazas nos hacen dudar de nuestro modelo político. Algunos poderes fácticos impiden mirar e investigar libremente nuestro pasado violento y, con ello, la reparación política, jurídica y moral de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura. Y muchos políticos, además de no hacer nada frente a eso, muestran una actitud cínica ante la corrupción que les salpica, ufanos de la tutela tan segura que ejercen sobre su electorado. Los ciudadanos estamos muy distantes de los lugares de decisión política y los partidos políticos concentran el poder de forma excesiva en sus líderes y amigos más allegados. Nadie parece estar dispuesto a emprender cambios y reformas que mejoren la calidad de nuestra democracia, sitúen a las instituciones democráticas por encima de los intereses corporativos y partidistas y refuercen a la sociedad civil. Así está el patio.

La Recuperación de la Memoria Histórica


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