Intransigencia. Najat El Hachmi. Dominical. 03/01/10
Todo lo que elegimos para vestirnos puede aportar mucha información. Quien observa seguro que lo relaciona –por la forma, color, manera de llevarlo...– con un prejuicio, con un conocimiento preestablecido sobre las prendas. No hay indumentaria que sea neutra hasta el punto de no transmitir nada. Incluso cuando decidimos que queremos vestirnos con ropa que nos haga pasar desapercibidos estamos precisamente diciendo eso, que queremos pasar desapercibidos. Al mismo tiempo, puede que los significados posibles sean tan diversos que al final ya no podamos encasillar la prenda dentro de unos parámetros interpretativos concretos.
E1 cuerpo de la mujer sigue siendo el objeto central de estos debates, por mucho metrosexual depilado que corra por ahí. Pero las disputas ya no son tanto con un hombre-observador de un objeto de deseo, sino con otras mujeres que ven en según qué ropa denigración, esclavitud o sumisión. Una mujer lleva zapatos de tacón porque están de moda, para verse más estilizada, porque combinan con la ropa que lleva, por un impulso puramente fetichista, para ostentar un cierto poder, para dejar de ser bajita, para clavarlos en los pezones de un compañero de juegos masoquista o porque sí. Una mujer lleva tanga porque está de moda, por no marcar la línea de las bragas bajo unos pantalones o una falda fina, por pura provocación sexual, porque le gusta sentirlo dentro del culo mientras camina o simplemente porque quiere. Una mujer lleva pañuelo en la cabeza por imposición familiar, por conveniencia social, como símbolo identitario,por tradición, porque combina con la ropa que lleva, porque no ha tenido tiempo de peinarse, como rebelión hacia una sociedad que quiere invisibilizar sus orígenes, por una interpretación religiosa o porque sí.
Estos son sólo tres ejemplos de prendas que llevan la controversia a cualquier conversación de café entre mujeres que se creen más defensoras de los derechos de género que otras, que tienen más conciencia de cómo funcionan los mecanismos de poder. No sé si es el efecto espejo de verse en el papel de la otra, también como mujeres, lo que hace que se indignen tanto. Reivindico ante ellas el derecho individual a significarla propia imagen y a elegir con libertad todo aquello que nos ponemos encima (o no nos ponemos) y no me creen. Con los tiempos que corren, todo es tan cambiante y tan relativo que es altamente arriesgado juzgar a alguien por cómo viste. No paro de discutir sobre ropa, pero, paradójicamente, nunca con hombres, siempre con otras mujeres. Se exasperan intentando convencerme de que los tacones son una tortura para la mujer moderna, que los tangas sólo los llevamos para excitar al macho y que el pañuelo es un símbolo de sumisión. Son mujeres que emiten estos juicios en nombre del más elevado de los feminismos y que, casi siempre, acaban por hacer precisamente lo que hacían los hombres con las mujeres en otras épocas: hablar por ellas y hacerlas enmudecer alegando que, de hecho, eso de que son esclavas no lo saben ni ellas. Un día las reuniré a todas y, para desconcertarlas, me presentaré con tacones, tanga y pañuelo. Vamos a ver cómo me interpretan.
Todo lo que elegimos para vestirnos puede aportar mucha información. Quien observa seguro que lo relaciona –por la forma, color, manera de llevarlo...– con un prejuicio, con un conocimiento preestablecido sobre las prendas. No hay indumentaria que sea neutra hasta el punto de no transmitir nada. Incluso cuando decidimos que queremos vestirnos con ropa que nos haga pasar desapercibidos estamos precisamente diciendo eso, que queremos pasar desapercibidos. Al mismo tiempo, puede que los significados posibles sean tan diversos que al final ya no podamos encasillar la prenda dentro de unos parámetros interpretativos concretos.
E1 cuerpo de la mujer sigue siendo el objeto central de estos debates, por mucho metrosexual depilado que corra por ahí. Pero las disputas ya no son tanto con un hombre-observador de un objeto de deseo, sino con otras mujeres que ven en según qué ropa denigración, esclavitud o sumisión. Una mujer lleva zapatos de tacón porque están de moda, para verse más estilizada, porque combinan con la ropa que lleva, por un impulso puramente fetichista, para ostentar un cierto poder, para dejar de ser bajita, para clavarlos en los pezones de un compañero de juegos masoquista o porque sí. Una mujer lleva tanga porque está de moda, por no marcar la línea de las bragas bajo unos pantalones o una falda fina, por pura provocación sexual, porque le gusta sentirlo dentro del culo mientras camina o simplemente porque quiere. Una mujer lleva pañuelo en la cabeza por imposición familiar, por conveniencia social, como símbolo identitario,por tradición, porque combina con la ropa que lleva, porque no ha tenido tiempo de peinarse, como rebelión hacia una sociedad que quiere invisibilizar sus orígenes, por una interpretación religiosa o porque sí.
Estos son sólo tres ejemplos de prendas que llevan la controversia a cualquier conversación de café entre mujeres que se creen más defensoras de los derechos de género que otras, que tienen más conciencia de cómo funcionan los mecanismos de poder. No sé si es el efecto espejo de verse en el papel de la otra, también como mujeres, lo que hace que se indignen tanto. Reivindico ante ellas el derecho individual a significarla propia imagen y a elegir con libertad todo aquello que nos ponemos encima (o no nos ponemos) y no me creen. Con los tiempos que corren, todo es tan cambiante y tan relativo que es altamente arriesgado juzgar a alguien por cómo viste. No paro de discutir sobre ropa, pero, paradójicamente, nunca con hombres, siempre con otras mujeres. Se exasperan intentando convencerme de que los tacones son una tortura para la mujer moderna, que los tangas sólo los llevamos para excitar al macho y que el pañuelo es un símbolo de sumisión. Son mujeres que emiten estos juicios en nombre del más elevado de los feminismos y que, casi siempre, acaban por hacer precisamente lo que hacían los hombres con las mujeres en otras épocas: hablar por ellas y hacerlas enmudecer alegando que, de hecho, eso de que son esclavas no lo saben ni ellas. Un día las reuniré a todas y, para desconcertarlas, me presentaré con tacones, tanga y pañuelo. Vamos a ver cómo me interpretan.
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