PERDONEN QUE NO ME LEVANTE. Apóstatas y excomulgadas. MARUJA TORRES. EL PAIS SEMANAL - 29-03-2009
Una de las características que más me sulfuran de la práctica imposibilidad de apostasía con que la Iglesia católica nos obsequia es su reflejo en el recuento. Es decir, los que no queremos ser miembros de la congregación, pero no podemos irnos porque es una verdadera lata empezar a tratar con obispos, a estas bajuras, para discutir con ellos –¡con ellos!– los motivos de nuestro desapego… Quiero decir que, a la hora de pasar el cazo para recoger el fruto de sus coacciones, la Fiscopal me tiene a mí en su censo y les tiene a ustedes, los otros protoapostatantes. Somos militantes involuntarios de la Santa Causa del Trinquete.
Por eso este año, por mi cumple, decidí pedirme una apostasía por Internet. No pude imaginar que la Chiesa, que tan sensible ha sido a los medios de comunicación de misas y a las nuevas tecnologías –ahí tienen la web de Lilimarlén 16, una santa que sólo hace el bien, fustigando regularmente a la peña con su voz de casta cantinera de Fátima–, permanecería pétrea, como siempre a lo largo de los siglos, ciega a la urgencia perentoria que algunos cientos –e incluso miles– de católicos a la fuerza sentimos o experimentamos para apostatar, aunque fuera a cambio de regalarles un steak tartar, obtenido después de fustigarnos las propias carnes –ese hábito que tanto les priva–, de todas las religiones; en especial de la nuestra, puesto que dizque es la verdadera.
Pero estuve huroneando por la red y lo vi todo muy difícil. Pepe Rodríguez, el que más sabe, dice que hay tanto papeleo y, sobre todo, tanto que hablar con gente a la que uno no escogería como interlocutores ni en una evacuación del infierno… En fin, me aguaron el cumpleaños, cual si fuera vino de misa.
Entonces vino para mí una solución. Desesperada y basada en la crueldad, pero, a la postre, una solución-solución. Un fulano vaticano salió días atrás a la palestra y la pa destra, quejándose de que en Brasil un ovispeiro hubiera excomulgado a la madre que propició que su hija de nueve años, violada y preñada por su padrastro, abortara. El mensajero del miedo vaticanil se quejaba con falsa humanidad. “Al fin y al cabo”, aducía, y no cito literalmente, pero sí el sentido, “no hacía falta que se hiciera énfasis en la excomunión, pues desde siempre la Iglesia ha excomulgado automáticamente a quienes practican o contribuyen a que se practique un aborto involuntario”.
Entonces se me hizo la luz. Comodona, pero luz, al fin y al cabo. Creo recordar que, en los albores de mi juventud y un poco más tarde, en mi era Ali MacGraw del reloj biológico, pero con varias tallas más, interrumpí un par de embarazos no ya voluntaria, sino devotamente.
Ergo, fui automáticamente excomulgada. Automáticamente excluida. Dos veces. Dos.
Y digo yo: ¿eso no cuenta? Bien sé que no hay nada como presentarse en el obispado, gritarle al pavo hasta la congestión más seglar, hacerle un corte de mangas, rellenar papeles y resistir a las tentaciones múltiples que se te ofrecen a cambio: bonos para recorrer andando los monasterios de Polonia, un crucero por los arrecifes do moran los arrecenfidos, y la posibilidad del perdón en el lecho de muerte, cuando estás impotente, quieres que te desentuben y ellos se sientan encima de tu torso tóxico para impedirlo.
Sin embargo –mi esperanza es estrictamente atea–, dos abortos gloriosamente voluntarios con sus correspondientes excomuniones expedidas sin dilación, ¿no sirven acaso como sustitutos de una fresca y flamante, gentilmente concedida apostasía? ¡Un regalo de cumpleaños, por la Santa Espina (que es una sardana) muy marchosa!
Pues no. No vale. Porque a los de las excomuniones no los descuentan. Estamos en su cupo. Somos descarriados, pero no perdemos nuestra condición de figurantes a la hora de ponernos sobre el tapete de las negociaciones: tantos fieles, a cambio de tantos cuartos.
Si en España interrumpen sus embarazos anualmente una media de, quedándome corta, 80.000 mujeres, que son excluidas de inmediato de la benevolencia patriarcal católica; si a eso añaden el personal sanitario que las ayuda –ellos, reincidentes: un montón de excomuniones–, ¿alguien tiene el morro de seguir contándoles como militantes, después de la expulsión, para inflar el censo?
Sí, claro. Ellos.
* El mito de la España católica
Una de las características que más me sulfuran de la práctica imposibilidad de apostasía con que la Iglesia católica nos obsequia es su reflejo en el recuento. Es decir, los que no queremos ser miembros de la congregación, pero no podemos irnos porque es una verdadera lata empezar a tratar con obispos, a estas bajuras, para discutir con ellos –¡con ellos!– los motivos de nuestro desapego… Quiero decir que, a la hora de pasar el cazo para recoger el fruto de sus coacciones, la Fiscopal me tiene a mí en su censo y les tiene a ustedes, los otros protoapostatantes. Somos militantes involuntarios de la Santa Causa del Trinquete.
Por eso este año, por mi cumple, decidí pedirme una apostasía por Internet. No pude imaginar que la Chiesa, que tan sensible ha sido a los medios de comunicación de misas y a las nuevas tecnologías –ahí tienen la web de Lilimarlén 16, una santa que sólo hace el bien, fustigando regularmente a la peña con su voz de casta cantinera de Fátima–, permanecería pétrea, como siempre a lo largo de los siglos, ciega a la urgencia perentoria que algunos cientos –e incluso miles– de católicos a la fuerza sentimos o experimentamos para apostatar, aunque fuera a cambio de regalarles un steak tartar, obtenido después de fustigarnos las propias carnes –ese hábito que tanto les priva–, de todas las religiones; en especial de la nuestra, puesto que dizque es la verdadera.
Pero estuve huroneando por la red y lo vi todo muy difícil. Pepe Rodríguez, el que más sabe, dice que hay tanto papeleo y, sobre todo, tanto que hablar con gente a la que uno no escogería como interlocutores ni en una evacuación del infierno… En fin, me aguaron el cumpleaños, cual si fuera vino de misa.
Entonces vino para mí una solución. Desesperada y basada en la crueldad, pero, a la postre, una solución-solución. Un fulano vaticano salió días atrás a la palestra y la pa destra, quejándose de que en Brasil un ovispeiro hubiera excomulgado a la madre que propició que su hija de nueve años, violada y preñada por su padrastro, abortara. El mensajero del miedo vaticanil se quejaba con falsa humanidad. “Al fin y al cabo”, aducía, y no cito literalmente, pero sí el sentido, “no hacía falta que se hiciera énfasis en la excomunión, pues desde siempre la Iglesia ha excomulgado automáticamente a quienes practican o contribuyen a que se practique un aborto involuntario”.
Entonces se me hizo la luz. Comodona, pero luz, al fin y al cabo. Creo recordar que, en los albores de mi juventud y un poco más tarde, en mi era Ali MacGraw del reloj biológico, pero con varias tallas más, interrumpí un par de embarazos no ya voluntaria, sino devotamente.
Ergo, fui automáticamente excomulgada. Automáticamente excluida. Dos veces. Dos.
Y digo yo: ¿eso no cuenta? Bien sé que no hay nada como presentarse en el obispado, gritarle al pavo hasta la congestión más seglar, hacerle un corte de mangas, rellenar papeles y resistir a las tentaciones múltiples que se te ofrecen a cambio: bonos para recorrer andando los monasterios de Polonia, un crucero por los arrecifes do moran los arrecenfidos, y la posibilidad del perdón en el lecho de muerte, cuando estás impotente, quieres que te desentuben y ellos se sientan encima de tu torso tóxico para impedirlo.
Sin embargo –mi esperanza es estrictamente atea–, dos abortos gloriosamente voluntarios con sus correspondientes excomuniones expedidas sin dilación, ¿no sirven acaso como sustitutos de una fresca y flamante, gentilmente concedida apostasía? ¡Un regalo de cumpleaños, por la Santa Espina (que es una sardana) muy marchosa!
Pues no. No vale. Porque a los de las excomuniones no los descuentan. Estamos en su cupo. Somos descarriados, pero no perdemos nuestra condición de figurantes a la hora de ponernos sobre el tapete de las negociaciones: tantos fieles, a cambio de tantos cuartos.
Si en España interrumpen sus embarazos anualmente una media de, quedándome corta, 80.000 mujeres, que son excluidas de inmediato de la benevolencia patriarcal católica; si a eso añaden el personal sanitario que las ayuda –ellos, reincidentes: un montón de excomuniones–, ¿alguien tiene el morro de seguir contándoles como militantes, después de la expulsión, para inflar el censo?
Sí, claro. Ellos.
* El mito de la España católica
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