LOS SECRETOS DEL VATICANO Al descubierto, ocho siglos de historia de la iglesia. Por primera vez, un fotógrafo entra en el archivo secreto de la Iglesia. Un búnker subterráneo y blindadísimo, en medio de la Ciudad del Vaticano, donde se conservan documentos históricos llenos de sorpresas, y con Mussolini o Gengis Khan como algunos de sus protagonistas.
Hace cuatrocientos años, un hombre miró el cielo por primera vez con un telescopio. Lo que vio confirmó sus sospechas: la Tierra no era el centro del universo. Aquel hombre se ganó la condena de la Santa Inquisición por herejía, a pesar de ser un cristiano ferviente, tener dos hijas monjas y gozar de la amistad de un papa y varios cardenales. Era Galileo. Se lo condenó a cadena perpetua, aunque la pena fue conmutada por el rezo semanal de los salmos penitenciales. Las actas de su proceso se conservan en el Archivo Secreto Vaticano, que ahora ha decidido publicarlas para honrar al padre de la astronomía. La edición de los legajos judiciales más famosos de la Edad Media se enmarca en una política de transparencia (o, por lo menos, de translucidez) por parte de los responsables del archivo, esfuerzo que se inició con el papa Juan Pablo II y que Benedicto XVI continúa.
El término `secreto´ (del latín secretum) es menos hermético de lo que parece: está emparentado con `secretario´ y se refiere, en el ámbito de la corte papal, a las personas cercanas al Pontífice, las que llevaban al día sus documentos. Son pues archivos privados, pero no tienen por qué permanecer ocultos. Y la Santa Sede está empeñada en hacerlos accesibles a estudiosos. Su propósito: desmontar bulos y arrojar luz sobre algunos episodios empañados por el morbo, pues los ocho siglos que abarcan dan mucho juego: desde la condena de los templarios hasta la actuación de la diplomacia vaticana en tiempos del nazismo, pasando por la correspondencia privada de los Borgia o la soterrada lucha de poder durante el Concilio Vaticano II, que desembocó en la excomunión del tradicionalista monseñor Lefebvre.
El archivo es un búnker subterráneo en el Cortile della Pigna, en el corazón fortificado de la Ciudad del Vaticano. Sus dimensiones recuerdan a la biblioteca de Babel que imaginara Borges: 31.000 metros cúbicos de cemento armado y 85 kilómetros de estanterías que albergan 150.000 documentos. Las reglas son severísimas: guardias suizos y cámaras de vigilancia. Abstenerse estudiantes y aficionados, sólo historiadores reconocidos. Fuera móviles y ordenadores; prohibido usar bolígrafo para tomar notas, sólo se permiten lápices y libretas. A los visitantes se les facilita una varilla de madera para no tener que pasar las páginas con el dedo. Un laboratorio restaura documentos con síntomas de vejez. Por ejemplo, el hierro de la tinta usada por Miguel Ángel en sus cartas ha corroído el papel.
De su custodia se encarga monseñor Sergio Pagano, acostumbrado a lidiar con las presiones. «A veces, uno tiene la impresión de que algunos eruditos exigen la apertura de los archivos como si se tratase de una fortaleza secreta. Pero una vez se les abren las puertas, pocos vienen, o se limitan a una visita turística», se queja. Y es que consultar las fuentes originales es fatigoso. Muchos prefieren aferrarse a sus teorías sin molestarse en comprobarlas.
La apertura llega de momento hasta el pontificado de Pío XI. Habrá que esperar hasta 2014 para que los documentos relativos al controvertido papa Pío XII y su actuación durante la Segunda Guerra Mundial salgan a la luz. Habrá sorpresas, pues cada vez que se desempolva un nuevo fondo salta la liebre. Por ejemplo, Roma fue mucho menos complaciente con el general Franco durante la Guerra Civil de lo que se suponía; de hecho, mantuvo contactos con el gobierno republicano hasta 1937. Pío XI se enfrentó con gallardía al fascismo de Mussolini. Y Pablo VI no torpedeó la obra ecuménica de su predecesor, Juan XXIII. Pero hay voces interesadas en que estos hechos no se divulguen.
La verdad es cuestión de matices. De ahí el interés del Vaticano por mostrar los documentos, algunos de valor incalculable, como la petición de nulidad matrimonial de Enrique VIII o la exigencia de Gengis Khan de que el Papa le rindiese pleitesía (ambas denegadas). Un trabajo de hormiguitas para el que se dispone de poco personal. Sólo las actas relativas al Concilio Vaticano II llenan 2.154 carpetas y un único historiador se encarga de inventariarlas, Piero Doria. Va por la mitad y ha empleado siete años de su vida en redactar 13 volúmenes de índices analíticos de su puño y letra. Una labor artesanal que contrasta con otras iniciativas que aprovechan el potencial de las nuevas tecnologías, como el acuerdo con Google para permitir a su robot realizar búsquedas o la puesta a la venta de las actas del proceso que liquidó la Orden del Temple. Una edición limitada de 800 ejemplares para bibliotecas y coleccionistas a un precio de 5.900 euros. Darío Calabor
Hace cuatrocientos años, un hombre miró el cielo por primera vez con un telescopio. Lo que vio confirmó sus sospechas: la Tierra no era el centro del universo. Aquel hombre se ganó la condena de la Santa Inquisición por herejía, a pesar de ser un cristiano ferviente, tener dos hijas monjas y gozar de la amistad de un papa y varios cardenales. Era Galileo. Se lo condenó a cadena perpetua, aunque la pena fue conmutada por el rezo semanal de los salmos penitenciales. Las actas de su proceso se conservan en el Archivo Secreto Vaticano, que ahora ha decidido publicarlas para honrar al padre de la astronomía. La edición de los legajos judiciales más famosos de la Edad Media se enmarca en una política de transparencia (o, por lo menos, de translucidez) por parte de los responsables del archivo, esfuerzo que se inició con el papa Juan Pablo II y que Benedicto XVI continúa.
El término `secreto´ (del latín secretum) es menos hermético de lo que parece: está emparentado con `secretario´ y se refiere, en el ámbito de la corte papal, a las personas cercanas al Pontífice, las que llevaban al día sus documentos. Son pues archivos privados, pero no tienen por qué permanecer ocultos. Y la Santa Sede está empeñada en hacerlos accesibles a estudiosos. Su propósito: desmontar bulos y arrojar luz sobre algunos episodios empañados por el morbo, pues los ocho siglos que abarcan dan mucho juego: desde la condena de los templarios hasta la actuación de la diplomacia vaticana en tiempos del nazismo, pasando por la correspondencia privada de los Borgia o la soterrada lucha de poder durante el Concilio Vaticano II, que desembocó en la excomunión del tradicionalista monseñor Lefebvre.
El archivo es un búnker subterráneo en el Cortile della Pigna, en el corazón fortificado de la Ciudad del Vaticano. Sus dimensiones recuerdan a la biblioteca de Babel que imaginara Borges: 31.000 metros cúbicos de cemento armado y 85 kilómetros de estanterías que albergan 150.000 documentos. Las reglas son severísimas: guardias suizos y cámaras de vigilancia. Abstenerse estudiantes y aficionados, sólo historiadores reconocidos. Fuera móviles y ordenadores; prohibido usar bolígrafo para tomar notas, sólo se permiten lápices y libretas. A los visitantes se les facilita una varilla de madera para no tener que pasar las páginas con el dedo. Un laboratorio restaura documentos con síntomas de vejez. Por ejemplo, el hierro de la tinta usada por Miguel Ángel en sus cartas ha corroído el papel.
De su custodia se encarga monseñor Sergio Pagano, acostumbrado a lidiar con las presiones. «A veces, uno tiene la impresión de que algunos eruditos exigen la apertura de los archivos como si se tratase de una fortaleza secreta. Pero una vez se les abren las puertas, pocos vienen, o se limitan a una visita turística», se queja. Y es que consultar las fuentes originales es fatigoso. Muchos prefieren aferrarse a sus teorías sin molestarse en comprobarlas.
La apertura llega de momento hasta el pontificado de Pío XI. Habrá que esperar hasta 2014 para que los documentos relativos al controvertido papa Pío XII y su actuación durante la Segunda Guerra Mundial salgan a la luz. Habrá sorpresas, pues cada vez que se desempolva un nuevo fondo salta la liebre. Por ejemplo, Roma fue mucho menos complaciente con el general Franco durante la Guerra Civil de lo que se suponía; de hecho, mantuvo contactos con el gobierno republicano hasta 1937. Pío XI se enfrentó con gallardía al fascismo de Mussolini. Y Pablo VI no torpedeó la obra ecuménica de su predecesor, Juan XXIII. Pero hay voces interesadas en que estos hechos no se divulguen.
La verdad es cuestión de matices. De ahí el interés del Vaticano por mostrar los documentos, algunos de valor incalculable, como la petición de nulidad matrimonial de Enrique VIII o la exigencia de Gengis Khan de que el Papa le rindiese pleitesía (ambas denegadas). Un trabajo de hormiguitas para el que se dispone de poco personal. Sólo las actas relativas al Concilio Vaticano II llenan 2.154 carpetas y un único historiador se encarga de inventariarlas, Piero Doria. Va por la mitad y ha empleado siete años de su vida en redactar 13 volúmenes de índices analíticos de su puño y letra. Una labor artesanal que contrasta con otras iniciativas que aprovechan el potencial de las nuevas tecnologías, como el acuerdo con Google para permitir a su robot realizar búsquedas o la puesta a la venta de las actas del proceso que liquidó la Orden del Temple. Una edición limitada de 800 ejemplares para bibliotecas y coleccionistas a un precio de 5.900 euros. Darío Calabor
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