Vivir sin destruir ANITA RODDICK DOMINGO - 11-01-2009
Ha pasado casi una década desde que me atacaron con gas lacrimógeno en una calle de Seattle, extraño suceso para la directora general de una de las mayores cadenas de tiendas del mundo. Fue una experiencia formativa que me enseñó dos cosas importantes sobre el planeta.
Ocurrió a finales de noviembre de 1999, y estaba en esa ciudad, igual que cientos de miles de personas, para lo que resultó ser la fracasada cumbre de la Organización Mundial del Comercio. Un día, había 300 niños vestidos de tortuga, una alusión a la decisión de la OMC de declarar ilegal la prohibición de los langostinos capturados en redes que también ahogan a 150.000 galápagos. Al día siguiente presencié escenas que no había visto nunca. Había gas lacrimógeno por todas partes, pelotas de goma a quemarropa contra multitudes de manifestantes, gas pimienta y grupos de policías que parecían soldados de las tropas de asalto, con máscaras, protección completa y botas militares, y sin placas ni ningún otro identificador visible. También se veía mucha sangre. Lo que parecía especialmente injusto era que, por lo que sé, no había habido violencia previa contra instalaciones ni personas, salvo que habían impedido que los delegados entraran en el Centro de Convenciones y el Teatro Paramount, donde iba a tener lugar la ceremonia de apertura.
(...) La experiencia de ser atacada con gas lacrimógeno en Seattle cambió mi vida. En primer lugar, me di cuenta de que, probablemente, yo era la única directora general de una importante cadena internacional de tiendas que se encontraba al otro lado del cordón policial, lo cual me preocupaba, no por mí, sino por el mundo empresarial. Para triunfar como empresario hay que concebir el mundo de manera diferente: si los únicos que lo consiguen se alinean con los poderosos, algo va mal. En segundo lugar, también tomé conciencia de que los que estaban detrás de esa globalización no se detendrían ante nada para imponer su voluntad al mundo.
Porque hay más de una forma de globalización.
Todavía estoy a favor de entender el planeta teniendo en cuenta y respetando la multiplicidad de culturas, veo el lado oscuro de las cosas y descubro las crueldades que están ocurriendo, e incluso puedo hacer algo al respecto. Pero la forma de globalización preconizada primero por la OMC y después llevada a un nuevo nivel por la Administración de Bush es la de que sólo importan el dinero y el poder, que de alguna manera acaban filtrándose en beneficio de los más pobres de la Tierra.
Estar en Seattle entonces, buscando vinagre y agua para aliviarme el escozor de ojos, me hizo horriblemente consciente de esta indómita globalización y de lo que conlleva.
No obstante, en los años posteriores mi visión de Seattle cambió, se amplió. Los galápagos, la vestimenta, los disfraces, el color, la música, el ambiente de carnaval, la alegría que se respiraba... fue un intento valiente no sólo de hacerse con las calles en una burda farsa de poder, sino de humanizar la imagen de la fuerza bruta con creatividad, imaginación y diversión.
La mayor parte de las grandes empresas mantiene una actitud ambigua respecto al carnaval. Les gusta la idea de fiesta porque pueden vender tarjetas de felicitación, refrescos y regalos. Pero también suelen temer el poder creativo de la gente, que ésta tome la iniciativa, y comparten el miedo que los gobiernos siempre han tenido a lo que llaman "el populacho", a que las personas decidan por sí mismas, a que hagan casi de todo en la calle salvo comprar o desplazarse al trabajo.
Ninguna de estas dos cosas es intrínsecamente necesaria para llevar una vida plena; en cambio, la alegría, el color y el espíritu de celebración son esenciales, como lo es, más que nada, la belleza. Precisamos muy diversos elementos para vivir una vida aceptable y, a menudo, conocemos mejor lo que nos hace infelices que lo que nos satisface. Si nos sentimos aislados, no apreciados, inseguros material y socialmente, o, sencillamente, sin amor, somos infelices. Pero la cuestión es más complicada: según las estadísticas, la gente es más desgraciada cuando vive en una sociedad polarizada, en la que hay una gran distancia entre los ricos y pobres, donde la vida y la sociedad carecen de sentido, o cuando la población tiene menos influencia en la vida política.
(...) Así, el consumismo impide el cumplimiento de esas necesidades superiores. No le importa si el entorno en que compramos es bonito o feo. Pocos aspectos de la economía en nombre de los cuales nos atacaron con gases lacrimógenos potencian la belleza o la comunidad y, lo que es peor, en varios sentidos la economía global los rechaza mediante la manipulación deliberada de la deuda, que es un estímulo tan poderoso como cualquier otro inventado a lo largo de la historia, tanto como la tiranía. Por otro lado, la satisfacción de estas necesidades vitales requiere un tipo de economía radicalmente distinto, que favorezca la belleza, la comunidad y la creatividad.
Imaginemos por un momento que la belleza fuese la prioridad principal del nuevo programa del Gobierno. Vayamos más lejos e imaginemos que he prestado juramento como ministra responsable del espacio público.
Lo primero que descubriría una vez instalada en mi despacho ministerial es que mi labor resultaría no sólo divertida, sino, además, muy poco costosa. Empezaría organizando un Día del Disfrute Común, un carnaval anual lleno de belleza que pondría el mundo patas arriba, como se hacía en la Edad Media. A continuación redactaría una propuesta de ley sobre vallas publicitarias. No permitiría que volviesen a mostrar anuncios, sino únicamente poesía, textos ingeniosos y arte.
Eso me ocuparía los primeros días. Después me procuraría pianos a prueba de agua y de ladrones, que aparecerían discretamente en plazas públicas y en los campos. Luego redactaría proyectos de ley sobre el Día Artístico de la Acera Italiana, los Días del Arte Automovilístico, en los que uno podría decorar su coche como quisiera: forrado de hierba, o alicatado con trozos de cristal, o embadurnado de tarta.
(...) Recuerdo cuando hace poco cogí el metro en la estación Victoria y, cuando entré en el vagón, alguien que había saboteado el sistema de megafonía empezó a cantar: "¡Ay ho, ay ho, vamos a trabajar...!". Los pasajeros soltamos una carcajada y observamos las reacciones de los demás. Ocurrió una transformación sorprendente: por fin los currantes camino al trabajo divirtiéndose juntos.
Como ministra responsable del espacio público, me acercaría a los artistas jóvenes que intentan cambiar el mundo con el arte, con proyectos creativos de recuperación de lugares degradados, generando diálogo entre grupos, trabajando en orfanatos. En la batalla campal de Seattle me encontré precisamente con esos grupos, los artífices del maravilloso espíritu de carnaval, que diseñaban banderas y marionetas y colgaban pancartas en lugares casi inaccesibles. Pensaba y sigo pensando que representan un futuro dinámico para el arte y que están contribuyendo a que el arte y la vida vuelvan a fundirse.
John Maynard Keynes, el genial economista, habló del espantoso despilfarro de un sistema económico incapaz de apreciar el arte y la belleza. En 1933, en un discurso ante el Gobierno irlandés, instó a políticos y economistas -los que tenían poder- a elevar sus ambiciones e invertir dinero en belleza. Y se lamentaba de que "en Inglaterra, con lo que llevamos gastado en subsidios desde la guerra, podríamos haber convertido nuestras ciudades en las más grandiosas construcciones de la humanidad".
Keynes fue un economista con un gran interés por el arte. Promovió el Arts Council, patrocinó e invirtió en el Cambridge Arts Theatre y se casó con una bailarina. Sus actos avalan sus palabras. Y, sin embargo, si diésemos un corto paseo por las urbanizaciones periféricas de las principales ciudades europeas, por no hablar de las americanas y las asiáticas, descubriríamos la infame fealdad en la que esperamos que vivan grandes grupos de población mundial.
A menudo, la fealdad se ha diseñado deliberadamente en forma de monstruo de hormigón, empleando fondos que siguen siendo una deuda pendiente mucho después de que las nuevas bastillas se hayan desmoronado.
Y no son sólo los edificios, sino también la suciedad, la contaminación y la inhumana ausencia de árboles y plantas, necesidades vitales. ¿Por qué piensan nuestros dirigentes que los pobres no necesitan nada verde ni natural?
Como encargada del espacio público, se esperaría de mí que en las reuniones del Consejo de Ministros defendiese que la aspiración de embellecer va asociada a una forma diferente de medir el éxito, una moneda y un método diferentes. Es un objetivo que requiere ingenio, calor humano e imaginación. La belleza y el éxito económico no están reñidos. Los lugares más prósperos de la Tierra son en su mayoría bellos, y si no lo son, pronto dejan de ser prósperos. Las personas buscan vivir e invertir en lugares que les hagan sentirse bien.
Durante un cuarto de siglo o más he intentado cambiar el mundo mediante el comercio y, por tanto, no soy uno de esos puritanos que piensan que la gente civilizada debería prescindir de ir de compras. Pero embellecer el espacio público no implica principalmente comprar: el consumismo no ayuda en nada. Una regeneración basada en la recuperación de los pequeños comercios requerirá también embellecimiento. Se necesita una moneda radicalmente distinta: triunfaremos o fracasaremos dependiendo de cuánta imaginación pongamos en juego.
Triunfaremos en la medida en que promovamos la comunicación y el contacto humanos, y en la medida en que invirtamos las monedas en imaginación, las historias sobre gentes y lugares y sus aspiraciones.
(...) Un día en la vida de una buena vida: imagina cómo podría ser. (...) Ya no hay que romperse la cabeza a la hora de hacer la compra: las empresas y el Gobierno se han coordinado para hacer que el comercio social y ecológicamente sostenible (cuidadosamente controlado) sea la norma. La cuenta de la compra semanal de comida ha subido, pero no más que la calidad, y a lo largo del día ahorramos mucho dinero. Los efectos perniciosos de tener sistemas de comida barata se han reducido gradualmente. El café, los cereales, la leche y la fruta han recuperado su función histórica de placeres sencillos, sin las consecuencias negativas de la explotación remota y la contaminación de ríos locales. Se ha generalizado el consumo sostenible y ya no hay que andar leyendo las etiquetas de los envases. Unas pocas operaciones hábiles en juntas de dirección y cámaras parlamentarias han contribuido a hacer que los mercados alimentarios sean justos y sostenibles.
Por el día, la gente disfruta saliendo por su zona gracias a que los núcleos urbanos se han vuelto lugares más acogedores, y por la noche ocurre lo mismo. Es lo que sucede en países como Italia, donde la gente de todas las edades sale al atardecer a pasear por las calles, sin ningún fin. El aumento de tiempo libre ha llevado a que se recuperen fiestas y celebraciones medio olvidadas y que se inventen otras para conmemorar y celebrar multitud de cosas: acontecimientos mundiales, personales, los cambios de estación, historia local, etc. En general, se festeja mucho más.
El renacer de las economías locales, con sus idiosincrasias, ha dado más carácter a las regiones, y resulta interesante viajar por los alrededores para visitar los festivales, bares, restaurantes, cines y teatros. Las ciudades clonadas dominadas por cadenas de tiendas y sitios de venta idénticos, igual que los abominables crímenes de la moda -pantalones exageradamente acampanados, permanentes intensas y chaquetas con hombreras-, han pasado a la historia.
La buena vida es activa, además de plena. Accionando los resortes adecuados, genera su propia energía para florecer. Por eso, llegada la noche, la mayoría de las personas siguen teniendo ganas de accionar otros resortes adecuados, los de los seres que aman. Luego nos relajamos, tal vez cansados, seguramente muy satisfechos, y hacemos balance del día, lo concluimos, deseamos que llegue el siguiente y disfrutamos de un sueño profundo, muy profundo.
Este texto de Anita Roddick, fundadora de la compañía de cosmética natural Body Shop, forma parte del libro Disfruta la vida sin cargarte el planeta, que estaba en preparación cuando ella falleció. La obra, editada por Andrew Simms y Joe Smith, será publicada por Los Libros del Lince a principios de febrero. Precio: 22,50 euros.
Disfruta la vida sin cargarte el planeta Andrew Simm Joe Smith Rústica. Castellano 2009.
Descripción de la editorial «Este libro nos muestra cómo el insostenible mundo del despilfarro nos invade sigilosamente, sustrayendo con sus tentáculos la vida en nuestras comunidades. Léalo.»
Crítica de JOHN BIRD Los autores de este libro se preguntan si podemos vivir de otra manera. No sólo para frenar la suicida destrucción de la Tierra, sino pensando en lo poco felices que nos hacen nuestras vidas actuales, basadas en el despilfarro, el sobreconsumo de energías fósiles, un sistema que condena a la pobreza a millones de personas, y unos ideales puramente publicitarios que no generan sino insatisfacción permanente. ¿Podemos disfrutar la vida sin cargarnos el entorno? La respuesta es un sí estentóreo, un sí sonriente y seductor. Los argumentos y las soluciones son tan variados como quienes los ofrecen. Desde Anita Roddick, fundadora de The Body Shop y cuyo texto fue de los últimos que escribió antes de morir, hasta Tom Hodgkison, el hilarante director de The Idler («El holgazán»), cuya propuesta resulta a primera vista sorprendente: para acabar con el cambio climático, lo mejor es que no hagamos nada. Pero nada de nada: relajarnos, divertirnos sin gastar, viajar lo mínimo. Repasando aspectos como la alimentación, el diseño, las opciones políticas y económicas para crear un mundo más sano y justo, los autores rehúyen el tono pesimista de la tradición de los verdes (cuyas ideas comparten en muchos sentidos) para contagiarnos una actitud positiva y esperanzadora. Convencidos de que vivir puede ser apasionante si tomamos conciencia de que menos es más, entonan un elogio de la vida sencilla extremadamente oportuno ahora que a la crisis medioambiental se suma la crisis económica.
Ha pasado casi una década desde que me atacaron con gas lacrimógeno en una calle de Seattle, extraño suceso para la directora general de una de las mayores cadenas de tiendas del mundo. Fue una experiencia formativa que me enseñó dos cosas importantes sobre el planeta.
Ocurrió a finales de noviembre de 1999, y estaba en esa ciudad, igual que cientos de miles de personas, para lo que resultó ser la fracasada cumbre de la Organización Mundial del Comercio. Un día, había 300 niños vestidos de tortuga, una alusión a la decisión de la OMC de declarar ilegal la prohibición de los langostinos capturados en redes que también ahogan a 150.000 galápagos. Al día siguiente presencié escenas que no había visto nunca. Había gas lacrimógeno por todas partes, pelotas de goma a quemarropa contra multitudes de manifestantes, gas pimienta y grupos de policías que parecían soldados de las tropas de asalto, con máscaras, protección completa y botas militares, y sin placas ni ningún otro identificador visible. También se veía mucha sangre. Lo que parecía especialmente injusto era que, por lo que sé, no había habido violencia previa contra instalaciones ni personas, salvo que habían impedido que los delegados entraran en el Centro de Convenciones y el Teatro Paramount, donde iba a tener lugar la ceremonia de apertura.
(...) La experiencia de ser atacada con gas lacrimógeno en Seattle cambió mi vida. En primer lugar, me di cuenta de que, probablemente, yo era la única directora general de una importante cadena internacional de tiendas que se encontraba al otro lado del cordón policial, lo cual me preocupaba, no por mí, sino por el mundo empresarial. Para triunfar como empresario hay que concebir el mundo de manera diferente: si los únicos que lo consiguen se alinean con los poderosos, algo va mal. En segundo lugar, también tomé conciencia de que los que estaban detrás de esa globalización no se detendrían ante nada para imponer su voluntad al mundo.
Porque hay más de una forma de globalización.
Todavía estoy a favor de entender el planeta teniendo en cuenta y respetando la multiplicidad de culturas, veo el lado oscuro de las cosas y descubro las crueldades que están ocurriendo, e incluso puedo hacer algo al respecto. Pero la forma de globalización preconizada primero por la OMC y después llevada a un nuevo nivel por la Administración de Bush es la de que sólo importan el dinero y el poder, que de alguna manera acaban filtrándose en beneficio de los más pobres de la Tierra.
Estar en Seattle entonces, buscando vinagre y agua para aliviarme el escozor de ojos, me hizo horriblemente consciente de esta indómita globalización y de lo que conlleva.
No obstante, en los años posteriores mi visión de Seattle cambió, se amplió. Los galápagos, la vestimenta, los disfraces, el color, la música, el ambiente de carnaval, la alegría que se respiraba... fue un intento valiente no sólo de hacerse con las calles en una burda farsa de poder, sino de humanizar la imagen de la fuerza bruta con creatividad, imaginación y diversión.
La mayor parte de las grandes empresas mantiene una actitud ambigua respecto al carnaval. Les gusta la idea de fiesta porque pueden vender tarjetas de felicitación, refrescos y regalos. Pero también suelen temer el poder creativo de la gente, que ésta tome la iniciativa, y comparten el miedo que los gobiernos siempre han tenido a lo que llaman "el populacho", a que las personas decidan por sí mismas, a que hagan casi de todo en la calle salvo comprar o desplazarse al trabajo.
Ninguna de estas dos cosas es intrínsecamente necesaria para llevar una vida plena; en cambio, la alegría, el color y el espíritu de celebración son esenciales, como lo es, más que nada, la belleza. Precisamos muy diversos elementos para vivir una vida aceptable y, a menudo, conocemos mejor lo que nos hace infelices que lo que nos satisface. Si nos sentimos aislados, no apreciados, inseguros material y socialmente, o, sencillamente, sin amor, somos infelices. Pero la cuestión es más complicada: según las estadísticas, la gente es más desgraciada cuando vive en una sociedad polarizada, en la que hay una gran distancia entre los ricos y pobres, donde la vida y la sociedad carecen de sentido, o cuando la población tiene menos influencia en la vida política.
(...) Así, el consumismo impide el cumplimiento de esas necesidades superiores. No le importa si el entorno en que compramos es bonito o feo. Pocos aspectos de la economía en nombre de los cuales nos atacaron con gases lacrimógenos potencian la belleza o la comunidad y, lo que es peor, en varios sentidos la economía global los rechaza mediante la manipulación deliberada de la deuda, que es un estímulo tan poderoso como cualquier otro inventado a lo largo de la historia, tanto como la tiranía. Por otro lado, la satisfacción de estas necesidades vitales requiere un tipo de economía radicalmente distinto, que favorezca la belleza, la comunidad y la creatividad.
Imaginemos por un momento que la belleza fuese la prioridad principal del nuevo programa del Gobierno. Vayamos más lejos e imaginemos que he prestado juramento como ministra responsable del espacio público.
Lo primero que descubriría una vez instalada en mi despacho ministerial es que mi labor resultaría no sólo divertida, sino, además, muy poco costosa. Empezaría organizando un Día del Disfrute Común, un carnaval anual lleno de belleza que pondría el mundo patas arriba, como se hacía en la Edad Media. A continuación redactaría una propuesta de ley sobre vallas publicitarias. No permitiría que volviesen a mostrar anuncios, sino únicamente poesía, textos ingeniosos y arte.
Eso me ocuparía los primeros días. Después me procuraría pianos a prueba de agua y de ladrones, que aparecerían discretamente en plazas públicas y en los campos. Luego redactaría proyectos de ley sobre el Día Artístico de la Acera Italiana, los Días del Arte Automovilístico, en los que uno podría decorar su coche como quisiera: forrado de hierba, o alicatado con trozos de cristal, o embadurnado de tarta.
(...) Recuerdo cuando hace poco cogí el metro en la estación Victoria y, cuando entré en el vagón, alguien que había saboteado el sistema de megafonía empezó a cantar: "¡Ay ho, ay ho, vamos a trabajar...!". Los pasajeros soltamos una carcajada y observamos las reacciones de los demás. Ocurrió una transformación sorprendente: por fin los currantes camino al trabajo divirtiéndose juntos.
Como ministra responsable del espacio público, me acercaría a los artistas jóvenes que intentan cambiar el mundo con el arte, con proyectos creativos de recuperación de lugares degradados, generando diálogo entre grupos, trabajando en orfanatos. En la batalla campal de Seattle me encontré precisamente con esos grupos, los artífices del maravilloso espíritu de carnaval, que diseñaban banderas y marionetas y colgaban pancartas en lugares casi inaccesibles. Pensaba y sigo pensando que representan un futuro dinámico para el arte y que están contribuyendo a que el arte y la vida vuelvan a fundirse.
John Maynard Keynes, el genial economista, habló del espantoso despilfarro de un sistema económico incapaz de apreciar el arte y la belleza. En 1933, en un discurso ante el Gobierno irlandés, instó a políticos y economistas -los que tenían poder- a elevar sus ambiciones e invertir dinero en belleza. Y se lamentaba de que "en Inglaterra, con lo que llevamos gastado en subsidios desde la guerra, podríamos haber convertido nuestras ciudades en las más grandiosas construcciones de la humanidad".
Keynes fue un economista con un gran interés por el arte. Promovió el Arts Council, patrocinó e invirtió en el Cambridge Arts Theatre y se casó con una bailarina. Sus actos avalan sus palabras. Y, sin embargo, si diésemos un corto paseo por las urbanizaciones periféricas de las principales ciudades europeas, por no hablar de las americanas y las asiáticas, descubriríamos la infame fealdad en la que esperamos que vivan grandes grupos de población mundial.
A menudo, la fealdad se ha diseñado deliberadamente en forma de monstruo de hormigón, empleando fondos que siguen siendo una deuda pendiente mucho después de que las nuevas bastillas se hayan desmoronado.
Y no son sólo los edificios, sino también la suciedad, la contaminación y la inhumana ausencia de árboles y plantas, necesidades vitales. ¿Por qué piensan nuestros dirigentes que los pobres no necesitan nada verde ni natural?
Como encargada del espacio público, se esperaría de mí que en las reuniones del Consejo de Ministros defendiese que la aspiración de embellecer va asociada a una forma diferente de medir el éxito, una moneda y un método diferentes. Es un objetivo que requiere ingenio, calor humano e imaginación. La belleza y el éxito económico no están reñidos. Los lugares más prósperos de la Tierra son en su mayoría bellos, y si no lo son, pronto dejan de ser prósperos. Las personas buscan vivir e invertir en lugares que les hagan sentirse bien.
Durante un cuarto de siglo o más he intentado cambiar el mundo mediante el comercio y, por tanto, no soy uno de esos puritanos que piensan que la gente civilizada debería prescindir de ir de compras. Pero embellecer el espacio público no implica principalmente comprar: el consumismo no ayuda en nada. Una regeneración basada en la recuperación de los pequeños comercios requerirá también embellecimiento. Se necesita una moneda radicalmente distinta: triunfaremos o fracasaremos dependiendo de cuánta imaginación pongamos en juego.
Triunfaremos en la medida en que promovamos la comunicación y el contacto humanos, y en la medida en que invirtamos las monedas en imaginación, las historias sobre gentes y lugares y sus aspiraciones.
(...) Un día en la vida de una buena vida: imagina cómo podría ser. (...) Ya no hay que romperse la cabeza a la hora de hacer la compra: las empresas y el Gobierno se han coordinado para hacer que el comercio social y ecológicamente sostenible (cuidadosamente controlado) sea la norma. La cuenta de la compra semanal de comida ha subido, pero no más que la calidad, y a lo largo del día ahorramos mucho dinero. Los efectos perniciosos de tener sistemas de comida barata se han reducido gradualmente. El café, los cereales, la leche y la fruta han recuperado su función histórica de placeres sencillos, sin las consecuencias negativas de la explotación remota y la contaminación de ríos locales. Se ha generalizado el consumo sostenible y ya no hay que andar leyendo las etiquetas de los envases. Unas pocas operaciones hábiles en juntas de dirección y cámaras parlamentarias han contribuido a hacer que los mercados alimentarios sean justos y sostenibles.
Por el día, la gente disfruta saliendo por su zona gracias a que los núcleos urbanos se han vuelto lugares más acogedores, y por la noche ocurre lo mismo. Es lo que sucede en países como Italia, donde la gente de todas las edades sale al atardecer a pasear por las calles, sin ningún fin. El aumento de tiempo libre ha llevado a que se recuperen fiestas y celebraciones medio olvidadas y que se inventen otras para conmemorar y celebrar multitud de cosas: acontecimientos mundiales, personales, los cambios de estación, historia local, etc. En general, se festeja mucho más.
El renacer de las economías locales, con sus idiosincrasias, ha dado más carácter a las regiones, y resulta interesante viajar por los alrededores para visitar los festivales, bares, restaurantes, cines y teatros. Las ciudades clonadas dominadas por cadenas de tiendas y sitios de venta idénticos, igual que los abominables crímenes de la moda -pantalones exageradamente acampanados, permanentes intensas y chaquetas con hombreras-, han pasado a la historia.
La buena vida es activa, además de plena. Accionando los resortes adecuados, genera su propia energía para florecer. Por eso, llegada la noche, la mayoría de las personas siguen teniendo ganas de accionar otros resortes adecuados, los de los seres que aman. Luego nos relajamos, tal vez cansados, seguramente muy satisfechos, y hacemos balance del día, lo concluimos, deseamos que llegue el siguiente y disfrutamos de un sueño profundo, muy profundo.
Este texto de Anita Roddick, fundadora de la compañía de cosmética natural Body Shop, forma parte del libro Disfruta la vida sin cargarte el planeta, que estaba en preparación cuando ella falleció. La obra, editada por Andrew Simms y Joe Smith, será publicada por Los Libros del Lince a principios de febrero. Precio: 22,50 euros.
Disfruta la vida sin cargarte el planeta Andrew Simm Joe Smith Rústica. Castellano 2009.
Descripción de la editorial «Este libro nos muestra cómo el insostenible mundo del despilfarro nos invade sigilosamente, sustrayendo con sus tentáculos la vida en nuestras comunidades. Léalo.»
Crítica de JOHN BIRD Los autores de este libro se preguntan si podemos vivir de otra manera. No sólo para frenar la suicida destrucción de la Tierra, sino pensando en lo poco felices que nos hacen nuestras vidas actuales, basadas en el despilfarro, el sobreconsumo de energías fósiles, un sistema que condena a la pobreza a millones de personas, y unos ideales puramente publicitarios que no generan sino insatisfacción permanente. ¿Podemos disfrutar la vida sin cargarnos el entorno? La respuesta es un sí estentóreo, un sí sonriente y seductor. Los argumentos y las soluciones son tan variados como quienes los ofrecen. Desde Anita Roddick, fundadora de The Body Shop y cuyo texto fue de los últimos que escribió antes de morir, hasta Tom Hodgkison, el hilarante director de The Idler («El holgazán»), cuya propuesta resulta a primera vista sorprendente: para acabar con el cambio climático, lo mejor es que no hagamos nada. Pero nada de nada: relajarnos, divertirnos sin gastar, viajar lo mínimo. Repasando aspectos como la alimentación, el diseño, las opciones políticas y económicas para crear un mundo más sano y justo, los autores rehúyen el tono pesimista de la tradición de los verdes (cuyas ideas comparten en muchos sentidos) para contagiarnos una actitud positiva y esperanzadora. Convencidos de que vivir puede ser apasionante si tomamos conciencia de que menos es más, entonan un elogio de la vida sencilla extremadamente oportuno ahora que a la crisis medioambiental se suma la crisis económica.
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