jueves, agosto 06, 2009

Vidas robadas. Los sublevados de 1936 robaron a los republicanos alrededor de 30.000 niños

Vidas robadas. BENJAMÍN PRADO EL PAIS SEMANAL - 03-05-2009 Algunos tenían una imagen que recordar. Otros no. Esto supone una gran diferencia entre los primeros y los segundos: mientras unos necesitaban recuperar su identidad, los otros ni siquiera llegaron a saber que la habían perdido. Se estima que desde el inicio de la Guerra Civil y hasta los años cincuenta, los sublevados de 1936 robaron a los republicanos alrededor de 30.000 niños, algunos para meterlos en seminarios u hospicios; otros para ser dados en adopción a ciudadanos afectos al régimen. En ocasiones, los niños habían sido separados de sus padres cuando tenían edad suficiente como para recordarlos, incluidos los encerrados junto a sus madres en las cárceles franquistas, donde les dejaban residir hasta los seis años. Pero en otras, nunca iban a conocer su origen los recién nacidos que les sustraían a las mujeres ingresadas en lugares como la Prisión de Madres Lactantes de Madrid y a las que, en muchos casos, fusilaban al poco de dar a luz. ¿Dónde fueron esos bebés? ¿Quién se los quedó? Resulta inquietante pensar en sus vidas falseadas y deducir que aún hoy habrá personas en nuestro país que no sean quienes suponen ser ni pertenezcan a las familias que consideran suyas. Han permanecido siete décadas ocultos y tampoco ahora hay demasiado interés en rescatarles del olvido. Esa historia siniestra comienza incluso antes de la guerra y en teorías tan disparatadas como las del psiquiatra militar Antonio Vallejo Nájera, cuya tesis era que el marxismo es una enfermedad mental propia de personas intelectualmente débiles y moralmente despreciables. Siguiendo las doctrinas de la eugenesia y convencido de que la tara del socialismo se transmitía a quienes rodeasen al afectado, el estrambótico médico promovía el tratamiento con electrochoques a esos rojos de una especie humana inferior, su aislamiento en granjas y quitarles a sus hijos para evitar el contagio. Esto último tuvo una expresión macabra, pero que hizo fortuna: hay que separar el grano de la paja. Para poner en práctica sus teorías, Vallejo Nájera no tuvo más que esperar a que otro loco se hiciera con el país, y la sintonía entre ambos fue tan extraordinaria, que en cuanto empezó la guerra Franco lo nombró psiquiatra en jefe de su ejército, le dio permiso para que iniciase sus investigaciones con los prisioneros y firmó las leyes que hacían falta para que sus desvaríos se hiciesen realidad. Esas leyes, publicadas en el Boletín Oficial del Estado en 1940 y 1941, otorgaban automáticamente al nuevo Estado la tutela de los niños internados en los hospicios del Auxilio Social, la institución caritativa que había fundado la viuda del líder falangista Onésimo Redondo, y le autorizaba a cambiarles los apellidos. Era una autopista hacia la impunidad, pues daba a los rebeldes carta blanca para secuestrar a los hijos de los republicanos, darlos nuevo nombre y hacerlos desaparecer de sus vidas. Nadie puede saber con exactitud cuántos fueron, entre otras cosas porque no existía ni registro de los nacimientos en los penales ni censo de la población infantil que acogían, aunque la escasa documentación no destruida -como tantas otras pruebas- en los últimos años de la dictadura muestra que decenas de miles fueron reeducados, y una buena cantidad de ellos, entregados a los seguidores del Alzamiento. En algunas circulares internas de Auxilio Social, sus responsables expresaban preocupación por el destino de estos niños, ya que les habían informado de que a muchos no se los llevaban para educarlos como a hijos, sino como criados. Las ayudas oficiales para el esclarecimiento de esa trama macabra han sido nulas, como suele ocurrir con lo relacionado con la memoria histórica, y, de hecho, una de las cosas que proponía investigar el magistrado Baltasar Garzón en su intento de enjuiciar el franquismo era la odisea de los niños arrebatados a sus familias por los vencedores, pero la Audiencia Nacional lo paró. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) intenta ahora aprovechar un claro en la cortina de humo que hizo caer el tribunal, puesto que éste hablaba de que sólo podría actuar en caso de máxima urgencia, y con lógica argumentan que la edad de los afectados es razón más que urgente para ponerse en marcha: algunas personas que buscaban a sus familias murieron ya, y las que quedan rozan los 100 años. La ARMH solicita que se realicen de inmediato las pruebas de ADN necesarias, pero parece que ni la justicia ni el dinero público están ahí para ellos. No deja de ser preocupante que si algunos de esos hombres y mujeres lograron reencontrar el hilo de su existencia nunca lo han hecho gracias a los poderes públicos, sino a la intervención de alguna ONG o porque algún medio de comunicación ha aprovechado el interés de sus peripecias para montar espectáculos televisivos en los que el reencuentro familiar aseguraba la audiencia (en Quién sabe dónde, los niños robados del franquismo se mezclaban con los fugados de sus matrimonios y demás prófugos de su propia autobiografía). Algunos casos de víctimas que aún pueden contar su calvario sirven como ejemplo del sufrimiento colectivo que causó el régimen a gran parte de la población española. María del Carmen Calvo García no siempre se llamó así. Una de las particularidades del proceso era que a veces a los huérfanos se les ponía el apellido Expósito; en otras ocasiones, amparándose en la ley de 1941, les daban apellidos tradicionales: Gómez, Pérez, Rodríguez o González, y en otros casos ocurría algo más inaudito: los niños entregados a personas que, por el motivo que fuese, eran devueltos al orfanato llegaron a tener múltiples padres y apellidos. Un galimatías con consecuencias burocráticas. María del Carmen, por ejemplo, no pudo solicitar el permiso para desenterrar a su padre, fusilado en Toledo y arrojado a una fosa común: al no coincidir los apellidos no se le reconoció vinculación. Cuando pensaba en él recordaba que al poco de morir su esposa, en 1934, solo, con siete hijos, tomó la decisión de separarlos: tres, con sus abuelos; cuatro, internos a un colegio. Pero antes mandó hacer un retrato de la familia al completo. Cuando tiempo después sus nietos solicitaron copia de su partida de defunción (expedida en 1939 tras ser fusilado), en ella el nombre de María del Carmen había desaparecido. Acostumbrada a ir descubriendo poco a poco su propia vida, ella sabe más de lo que recuerda: por ejemplo, que al inicio de la guerra, muy pequeña, las monjas del hospicio la enviaron a Francia junto a su hermana Florencia; que estuvo en Perpiñán y Burdeos y que vivió un tiempo con una familia francesa de la que nada sabe. También que el Servicio Exterior de la Falange intentó traer de vuelta a España a su hermana, y a ella unos cuáqueros llevarla a EE?UU. Florencia, entonces de ocho años, lo evitó escondiéndose en una carbonera hasta que los agentes fascistas pasaron de largo, y lo segundo lo quiso impedir ella no soltándose jamás de la mano de su hermana. Pero un día las separaron para vacunarlas y no volvieron a verse: la mayor regresó a España y pudo reunirse con su familia; de la menor no volvió a saberse. Cuando Florencia indagó, las monjas le aseguraron que había muerto de tifus en el tren a España y la habían enterrado en algún lugar junto a las vías. Pero los niños invisibles también dejan huellas, y, como sus raptores los inscribían a veces en los registros civiles allí donde los llevaban, sabemos que María del Carmen estuvo en Igualada, en Irún y en Carabanchel, en un orfanato religioso llamado Villa San Miguel, bajo la tutela de Protección de Menores. Allí fue a buscarla un matrimonio de tenderos de Jumilla, y con ellos pasó toda su vida. La trataron bien, pero ella nunca olvidó que su verdadera familia era otra. Hizo lo posible por encontrarla. Más adelante, ya casada y con seis hijos, solía contarles su odisea, aunque sonara ya a batallita lejana. Una noche, 60 años más tarde, María del Carmen, antes María Expósito y María Pérez Gómez, estaba en casa cuando sonó el teléfono y una de sus hijas le aconsejó que pusiera la tele: estaban dando un programa al que una mujer llamada Florencia decía haber ido para tratar de encontrar a su hermana perdida en la guerra. Los presentadores afirmaban haberla encontrado, así que María del Carmen decidió presentarse en el plató. Ante sus ojos se sucedía la escena del reencuentro entre las supuestas hermanas, aunque la verdad era que no parecían reconocerse. Florencia sacó del bolso la única foto de su familia al completo, y la mujer que tenía enfrente ni se inmutó. En la grada, María del Carmen le susurró a su hija: "Ésa soy yo, la que está en las rodillas del padre". Pero nada desveló, intimidada por el medio y porque el espectáculo televisivo continuaba, encaminado a demostrar que Florencia había encontrado a su hermana y que la confusión de ésta era lógica, teniendo en cuenta su edad entonces, los años transcurridos y el lavado de cerebro que les debían de hacer a los niños que se llevaban. Al acabar, María del Carmen se acercó a Florencia. Y entonces ocurrió. Florencia la miró fijamente, se le hizo un nudo en la garganta y dijo: "Yo a ti te conozco y te quiero mucho". Florencia y María del Carmen intercambiaron teléfonos y a partir de aquella noche pasaron cuatro años hablando, aunque persistían las dudas. Alguno de sus hermanos sostenía: "No te fíes, ésta quiere sacar algo de nosotros". Pero las dos mujeres reunieron dinero para las pruebas de ADN y el resultado fue un 96,9% de posibilidades de ser hermanas. Aun así, el primogénito, incrédulo, no se conformó. Tomó un tren y se presentó en casa de María del Carmen para desenmascararla. Cuando llamó a la puerta y ella abrió, aquel hombre dejó caer la maleta y se echó a llorar: era idéntica a su padre. Historias como la de María del Carmen son insólitas, pero no raras, una paradoja que se explica por la vocación de exterminio que amparó desde el primer instante a los insurgentes de 1936, tan empeñados en masacrar a sus rivales ideológicos como en borrar del mapa de España sus ideas. A pesar de ello, las diferentes asociaciones vinculadas a la memoria histórica que luchan por los derechos de las víctimas no han logrado que ningún Gobierno les apoye; ni que les preste ayuda económica que no pueda considerarse limosna; ni que el dictador sea calificado oficialmente de genocida; ni que sus miles de asesinatos se cataloguen como crímenes contra la humanidad, lo que impediría que pudieran considerarse prescritos o amnistiados; ni que la apología del franquismo sea delito... Tampoco se han querido hacer cosas tan simples como un registro de ADN con los afectados por la trama del robo de niños, o tomar declaración a personajes como Trinidad Gallego, una comadrona de casi cien años que prestó sus servicios en la cárcel de Ventas, testigo de numerosas sustracciones de recién nacidos. Después de estar encerrada años por sus ideas, de pasar hambre y de tener que soportar, tras ser liberada, los abusos sexuales de un médico que la amenazaba tras cada violación con devolverla a la cárcel si lo denunciaba, Trinidad no ha tenido la satisfacción de que algún juzgado recoja su testimonio. Otra mujer que también tuvo varios nombres y una foto que esclareció su vida es Antonia Rada, antes Antonia Herrera Cano. Su tormento comenzó al estallar la sublevación militar. Su madre fue arrestada y llevada junto a la niña, entonces de dos años, a la prisión de Guadix. Ellas eran el cebo: la pieza que buscaban sus captores era el padre, un jornalero a quien fusilaron en cuanto fue a entregarse para que las liberaran. Antonia asegura haber presenciado el ajusticiamiento: se escapó de la celda al ver a su padre desde la ventana, corrió hacia el patio, y al llegar y llamarlo, él se giró y levantó la mano en gesto de despedida, justo cuando los tiros lo abatían. Antonia, ya huérfana, fue arrebatada a su madre, aunque permaneció en la misma cárcel de Santa Cruz de Tenerife. Y cuando la mujer oyó que a los niños los daban en adopción al cumplir tres años, le pidió a otra reclusa que salía en libertad que la cuidara hasta el fin de su condena. Le firmó una autorización y le dio una foto, en la que estaban juntas madre e hija, para que Antonia la recordara. La compañera, sin embargo, no cumplió: se fue a ver a la dueña de una tienda de alta costura que no podía tener hijos. Antonia cree que la dieron a cambio de un traje de novia. Lo supo después, porque lo que le repitieron una y otra vez en su infancia fue que su madre "la había regalado como a un perro", que sus progenitores eran unos indeseables. Ese veneno la llenó de rencor. "Y pretendieron hacerme creer que ellos también eran familiares míos, pero algo no me encajaba. Recuerdo que cuando hice la primera comunión les pregunté: '¿Y por qué no llevo vuestros apellidos?'. La respuesta: 'De eso no se habla'. Un día, mientras miraba fotos de una caja, encontré una de una mujer alta, con moño y una niña en brazos que, sin duda, era yo. Le pregunté a mi madre adoptiva y se puso muy nerviosa. Me dijo que era una amiga fallecida y me la quitó. Esa foto, claro, era la que mi madre le había dado a la compañera de cárcel. Se me quedó grabada. Un día se me ocurrió peinarme igual que en la foto, me recogí el pelo, y mi madre adoptiva, al verme, gritó: '¿Qué haces? ¡No te peines así!'. '¿Por qué?', le pregunté. Ella, muy pálida, me respondió: 'Porque me recuerdas a alguien...'. Me armé de valor: '¿A quién? ¿A mi madre?". La tela de araña de la mentira empezaba a romperse, y Antonia siguió obsesionada por saber lo ocurrido y si su madre biológica vivía. Un tiempo después, cuando murió su padre adoptivo, encontró una carta que la dejó perpleja: "Era de uno de mis ocho hermanos, que estaba haciendo la mili en Ceuta, y en ella decía que iba a ir a Tenerife a buscarme porque había descubierto dónde y con quién estaba, y también afirmaba que quería llevarme con él. Yo podía no haber dado crédito a lo que leía, pero recordé que en una ocasión, con ocho años, una monja de mi colegio me dijo: 'Antonia, ven, que tienes una visita. Tu hermano'. Yo dije que no tenía ninguno. Pero me llevaron ante él. Y entonces pasaron dos cosas: una, que sentí miedo, porque desde que había visto a los soldados que mataron a mi padre tenía terror a los uniformes, y él iba de uniforme; y la otra es que cuando me dijo quién era y que quería llevarme a casa con mi auténtica familia, yo me eché a llorar y le dije: 'No tengo más familia que ésta... ¡Vosotros me habéis regalado como a un perro!'. No volvió a dar señales de vida, ni debió de comunicar su hallazgo a su madre, y se llevó el secreto a la tumba al morir. Antes tuvo algún otro contacto con el padre adoptivo de Antonia, porque ella encontró otra carta en la que éste le pedía permiso para llevarla con ellos a Venezuela. Lo necesitaba porque como no le habían cambiado los apellidos, precisaba una autorización legal. Como el hermano no quiso firmar ningún permiso, la llevaron a un notario, la bautizaron y le pusieron sus apellidos. Eso fue "en 1948 o 1949", dice. La suma de todo da como resultado la confusión, y esa confusión la atormentó toda su vida. "¿Por qué mi madre tardó 54 años en ir a buscarme? Si mi hermano le contó que me había encontrado, ¿por qué no me reclamaron?". Algunas preguntas encontraron respuesta, una vez más, en Quién sabe dónde, cuando a otra de sus hermanas se le ocurrió ponerse en contacto con sus realizadores. Para empezar, encontraron en los archivos de la cárcel de Santa Cruz de Tenerife un documento clave: el que había firmado su madre autorizando a su compañera de cautiverio, Candelaria Hernández, para que se llevase a Antonia. Al indagar sospecharon que ni esa mujer había actuado por un impulso, ni las autoridades penitenciarias habían estado al margen. Antonia no sabía eso, ni tampoco que el nombre que le habían puesto sus padres era el de Pasionaria, que tuvieron que cambiárselo en 1938 para protegerla. También que el hermano que había ido a buscarla podía haber sido demasiado cauteloso al no querer decirle nada a su madre hasta ver en qué acababa todo, pero que además tampoco tuvo tiempo, porque falleció pronto. Y Antonia supo algo más: "Mi madre verdadera, a la que yo guardaba gran rencor, había vivido destrozada por el dolor de no poder estar conmigo. Jamás se había quitado el luto, durmió 60 años con mi foto bajo la almohada. Supe todo eso, aprendí su nombre y apellidos, Carmen Cano Villegas, y que vivía en Gerona. Y hasta su muerte mantuvimos una buena relación. Mi ex marido, que era franquista, intentaba evitarlo y me decía que me alejara de ellos, que los rojos eran gentuza, que había tenido mucha suerte de que me apartaran de ellos. Ya sabes, lo de separar el grano de la paja". Estremece pensar en aquel país lleno de niños perdidos o abandonados, de hospicios del Auxilio Social o seminarios donde iban a verlos, a tasarlos, a llevárselos... La beneficencia franquista era, en realidad, parte del aparato represor de la dictadura, y en los internados trataban a las criaturas con métodos castrenses. Uxenu Ablana, que tiene ya más de setenta años, vive en Santiago de Compostela y pertenece a la Asociación de la Guerra y el Exilio, tiene también una historia tremenda a sus espaldas, en la que asoma otra de las esquinas del infierno, la del abuso sexual. Uxenu perdió a su madre al empezar la guerra, pero hasta hoy no sabe lo que le ocurrió, ni ha podido averiguar dónde está enterrada. Durante años le dijeron que había muerto a causa de un aborto, pero vecinos de Pravia, que era donde vivían, le contaron otra historia: los sublevados la habían detenido y torturado para que contara dónde estaba su padre, y había muerto mientras la azotaban salvajemente. El padre, al que condenaron a 30 años de prisión, pasó ocho en la cárcel, y cuando salió no quiso hablar jamás del tema a su hijo. A Uxenu (que sostiene que en realidad a él lo mataron en 1936 y aplaude el verso con el que Ángel González define la posguerra: "Quien no pudo morir, continuó andando") lo internaron en centros del Auxilio Social desde los seis hasta los dieciséis. En ellos dice haber sufrido maltrato. "A todos nos pegaban, y a mí, que era algo rebelde, más. En el orfanato de Pravia llegaban a castigarnos sin cenar una semana entera, y en otro de Avilés, el ayuno llegaba hasta los 15 días: imagínate, con el hambre que ya pasábamos. Otras veces nos encerraban en un armario diminuto que había en el hueco de la escalera, y allí tenías que limpiar los zapatos de todos. Nuestra educación era casi inexistente, poco más allá de las cuatro reglas matemáticas, porque todo el tiempo lo gastaban en obligarnos a aprender himnos falangistas y doctrina católica. Además, algunos sacerdotes abusaban de los niños. Uno de ellos solía dejarme una bicicleta y me mandaba a hacer recados. Al volver, me decía: 'Niño, quítate los pantalones y mete los pies en esta palangana de agua caliente, que te los voy a lavar como a Jesucristo'. Pero las manos del cura empezaban pronto a subir por las piernas y a acariciarme el sexo. Un día me desperté en la noche y lo encontré en mi cama, tumbado a mi lado, desnudo y con una gran erección, acariciándome. Mi caso no era una excepción. Otros curas iban a buscar a los niños al hospicio, supuestamente para dar un paseo por el campo y que respirasen aire puro, y cuando estaban apartados les ofrecían dinero por dejarse masturbar, con lo cual, decían, les sacaban el diablo de dentro. A mí, una tarde, dos me llegaron a ofrecer 100 pesetas, que era una fortuna. No lo lograron, pero sí meterme por la fuerza a monaguillo". Una noche en que llevaba ya cuatro o cinco días sin probar bocado, una monja despertó a Uxenu para aumentar el castigo cortándole el pelo al cero, "y yo, harto de golpes y suplicios, le di un empujón, salté por una ventana y me escapé de aquel infierno. Fui andando hasta Oviedo, donde estaba mi padre, y al ver que nadie iba a reclamarme, me quedé allí, trabajé en un taller y me hice viajante, como él". Lo cierto es que muchos niños fueron robados en la España fúnebre de la dictadura, que una cantidad intolerable de ellos nunca llegaron ni llegarán a saber quiénes son, y otros, aunque pudieron reconstruir sus orígenes, no logran completar el rompecabezas porque no reciben casi ayuda para hacerlo. Y es difícil lograrlo con medios propios, porque toda su existencia suele estar llena de misterios y medias verdades. Hay casos como el de Julia Manzanal. Su hija murió en la cárcel donde había sido encerrada con ella, al igual que sucedía con cientos de niños por epidemias de tifus o meningitis que arrasaban los centros penitenciarios, donde la comida era basura; la atención médica, simbólica, y la suciedad lo enfangaba todo. Julia -que hoy vive en Madrid y siente un enorme dolor al recordar, hasta el punto de que sus familiares permiten que se le hagan fotos, pero piden que no le hablen de aquello porque se altera- al menos tuvo la ocasión de hacer público su calvario: fue una de las protagonistas del documental Los niños perdidos del franquismo (de Montse Armengou y Ricard Belis). La vida de Julia es terrible, pero al menos sabe la verdad, aunque siga preguntándose qué habría pasado si su niña no hubiera muerto, qué habría hecho, cómo habría sido su vida... Otros, como Carlos Mercader Bellver, siguen intentando conocer los detalles. A él lo abandonó su madre en diciembre de 1936, seguramente por no poder alimentarlo, y fue recogido por unas monjas y llevado a un convento-hospital de Valdepeñas. A partir de ese instante todo es niebla. Cuando llevaba allí una buena temporada apareció un comisario político llamado Diego Mercader Bellver que le dio sus apellidos. Cree que era su padre, y al seguir su pista ha sabido que fue herido en Huesca, lo llevaron preso a Barcelona y luego a Pueblo Nuevo, que fue condenado a muerte e indultado. El niño, mientras, vivió con una familia de la que no guarda recuerdo, y al acabar la guerra fue enviado a un hospicio de Ciudad Real. Allí, otra familia se hizo cargo de él y lo devolvió a Valdepeñas. El deseo de esas personas era que fuera compañero de juegos de su hija, pero cuando ésta se hizo mayor ingresó en un convento, y su falso hermano fue devuelto al Auxilio Social. En orfanatos estuvo de los nueve a los veintiún años, pasando por varios en Madrid, entre ellos, en el mismo que el dibujante Carlos Jiménez, que ha inmortalizado los horrores sufridos en su obra Paracuellos. "A mi padre no llegué a verle de verdad. Aunque una vez que estaba enfermo fue a Valdepeñas y me visitó. Me dio una medalla, pero las monjas me la quitaron. Con los años, mientras yo hacía el servicio militar, alguien me habló de un hombre de un juzgado de Almadén que llevaba mis mismos apellidos. Soy muy tímido, me daba vergüenza molestar a aquel hombre, pero le envié una carta, a la que él contestó con amabilidad, pero evasivo. Nunca dijo que fuese mi padre, tampoco lo contrario. Dejé pasar el tiempo, no quería que pensara que quería algo de él, algo material. Pero, al final, decidí presentarme en Almadén para hablar. Por desgracia, ya había muerto". Pero aún hay otro cabo suelto de la historia de Carlos Mercader. Una mañana, un cliente del banco de Huelva en donde trabajaba, le dijo: "Vaya, qué casualidad, lleva usted mis apellidos. Yo soy hijo de una mujer que se llama Dolores Mercader". Y Carlos piensa seguir ese rastro: "Voy a quemar mi última vela, a ver si consigo saber quién fue mi madre, qué le ocurrió. Tengo datos que dicen que probablemente huyera de Valdepeñas hacia Alicante o Almería. Quiero saber de dónde provengo y qué pasó. No es agradable vivir sin saber quién eres". Niños robados, vidas tachadas y reescritas... No queda demasiado tiempo. Si nadie lo evita, todo su sufrimiento caerá en los pozos del olvido, esos agujeros negros de los manuales de historia, las hojas arrancadas del libro de la democracia.

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