MEMORIA HISTÓRICA. Morir en fila. El diario de un padre capuchino detalla el horror de la represión franquista en Zaragoza. JULIÁN CASANOVA. DOMINGO - 14-12-2008
La religión y el patriotismo ampararon la matanza de varios miles de ciudadanos en Zaragoza durante la Guerra Civil y la posguerra. A cientos de ellos nunca se les inscribió en el registro de defunciones, mientras que otros muchos aparecieron como "hombre o mujer sin identificar". Al principio, en los meses que siguieron a la sublevación militar, ese terror no necesitó de procedimientos ni garantías previas. Sólo 27 de las 2.598 víctimas registradas en 1936 pasaron por consejos de guerra. A veces, las autoridades judiciales se presentaban para proceder al levantamiento de cadáveres, pero lo normal en esos primeros momentos es que quedaran abandonados a orillas del canal Imperial, en los descampados de Valdespartera o en los barrios rurales que rodeaban a la capital.
Unos meses después, puestos ya en marcha los juzgados militares, legalizado el asesinato por las autoridades golpistas, las ejecuciones se realizaban en las tapias del cementerio de Torrero, muy cerca de la cárcel. Fue testigo de ello Gumersindo de Estella, un padre capuchino que se encargó de la "asistencia espiritual a los reos" y que escribió, en forma de diario, unas memorias estremecedoras en las que describe el rito cotidiano de los fusilamientos, las confidencias de los condenados a muerte o la actitud de una parte del clero católico, empeñado "en acreditar con su sello divino una empresa pasional de odio y violencia".
La capilla de la cárcel de Torrero de Zaragoza era en realidad un local destinado a "sala de jueces", donde los días en que había ejecuciones se improvisaba un altar con lo necesario para la misa. Un retrato de Franco presidió la ceremonia hasta que a mediados de 1938 Gumersindo de Estella consiguió que fuera retirado, tras haber señalado insistentemente a las autoridades que "la presencia de Franco en la capilla y en su altar como santo crispaba los nervios de los reos y les causaba feroz indignación porque sabían que las sentencias de muerte eran firmadas por él".
Entraban los presos en capilla alrededor de las cinco de la mañana. El sacerdote hablaba con ellos, les preguntaba por sus familias, por la causa de la muerte y sobre todo si practicaban la religión. Algunos aceptaban la confesión y la comunión "con recogimiento envidiable". A otros había que convencerles de la necesidad de "buscar consuelo en lo sobrenatural". Había quienes no admitían diálogo o se negaban a recibir auxilio espiritual. "No señor, no me invite a practicar la religión", le dijo un reo el 11 de junio de 1938. "Las derechas están matando en nombre de la religión y hacen la guerra en nombre de la religión. Y una religión que les inspira tanta crueldad, no la quiero".
A las seis de la mañana, los guardias civiles comenzaban "la faena" de atarles las manos. De la cárcel los trasladaban a las tapias del cementerio en una camioneta. Durante el corto recorrido, continuaban sin cesar los "ayes lastimosos" que el sacerdote trataba de calmar dándoles a besar el crucifijo. Los acompañaba hasta que eran colocados en fila mirando a la tapia. Tras caer derribados por los tiros del pelotón de fusilamiento, les daba la absolución y la extremaunción antes de que el teniente de turno se acercara y descargara "dos o tres tiros de pistola en la cabeza".
Los que iban a morir le contaban a menudo, minutos antes de los fatales disparos, que habían sido denunciados por sus vecinos, con cualquier pretexto, rencillas personales, políticas, de negocios, que dejaban las manos libres al denunciante mientras al otro lo metían en la fosa. Cuando le confesaban que la denuncia había salido del cura, el padre Gumersindo reflexionaba sobre el daño que ese comportamiento hacía a la religión. Él, como cristiano y sacerdote, "sentía repugnancia ante tan numerosos asesinatos y no podía aprobarlos", una actitud que contrastaba con la de otros religiosos, "incluso superiores míos, que se entregaban a un regocijo extraordinario y no sólo aprobaban cuanto ocurría, sino aplaudían y prorrumpían en vivas con frecuencia".
Nada cambió con el final de la guerra, el 1 de abril de 1939: el mismo rito de la muerte, la farsa de los juicios, la desesperación de los presos inocentes. Muchos familiares removían Roma con Santiago para salvar a sus seres queridos. Y lo que encontraban eran largas, falsas promesas, macabros engaños. Como le sucedió a aquella madre que fue el 12 de febrero de 1940 a hablar con Gumersindo de Estella. Estaba contenta porque había sido muy bien recibida en Madrid y confiaba en que su hijo iba a ser indultado. "¡Infeliz!", anotaba en su diario el fraile capuchino, no sabía la madre que su hijo, Juan García Jariod, escribiente de Caspe de 22 años, tenía la sentencia de muerte firmada por Franco y había sido remitida a Zaragoza para su ejecución. Fue fusilado al día siguiente, 13 de febrero, junto a ocho condenados. Tres días después de su muerte llegó el indulto.
Era tanto el exceso asesino que hasta perfeccionaban el escenario. El 6 de noviembre de 1939, cuando Gumersindo de Estella llegó al cementerio acompañando a los 16 condenados de ese día, observó una novedad. Habían levantado una larga valla de tablones de más de dos metros de alto. Y entre esa valla y la tapia quedaba un espacio de un metro que había sido llenado de tierra. Las miles de balas descargadas desde julio de 1936 habían destrozado la tapia y los disparos traspasaban ya la pared, alcanzando a los ataúdes de los nichos del cementerio.
La mayoría de esos fusilados que constan en los libros de registro del cementerio -más de 3.000 durante la guerra y casi 500 durante la posguerra- fueron enterrados en fosas comunes. Allí permanecieron durante la dictadura de Franco, mientras que ya en 1941 se construyó en el cementerio una capilla-osario para los "caídos de la Cruzada de liberación" y unos años más tarde, en 1953, se levantó en la plaza del Pilar un gran "monumento a los héroes y mártires de nuestra gloriosa Cruzada".
En 1979, al efectuar unas obras en el cementerio, se descubrieron dos grandes zanjas de 500 metros de longitud por dos de anchura con los restos de numerosos asesinados. En aquella España recién salida de la dictadura nada se hizo por identificarlos, localizar a sus familias, darles una digna sepultura. Con algunas excepciones, los restos fueron trasladados a otra fosa común, enterrados de nuevo en el silencio, aunque el primer Ayuntamiento democrático de Zaragoza levantó allí un monolito en memoria de "cuantos murieron por la libertad y la democracia". En ese mismo cementerio, hoy, en su entrada principal, lo primero que el visitante contempla es la gran cruz del monumento a los héroes y mártires de la Cruzada, trasladado allí en 1992 desde la plaza del Pilar.
Son los diferentes recuerdos y memorias de aquella guerra y de la larga posguerra, unos omnipresentes y los otros ocultos, silenciados, recuperados con agrios debates políticos. Porque hay quienes creen todavía que desenterrar ese pasado, reconocer a esas víctimas de la guerra y de la dictadura, es "resucitar fantasmas de la peor historia de España y suscita rencores y divisiones", como dijo hace poco un concejal del PP del Ayuntamiento de Zaragoza. No se trata de fantasmas, sin embargo, sino de miles de víctimas masacradas en nombre del orden, la patria y la religión. Son el rostro visible de una historia que la democracia no puede olvidar.
La religión y el patriotismo ampararon la matanza de varios miles de ciudadanos en Zaragoza durante la Guerra Civil y la posguerra. A cientos de ellos nunca se les inscribió en el registro de defunciones, mientras que otros muchos aparecieron como "hombre o mujer sin identificar". Al principio, en los meses que siguieron a la sublevación militar, ese terror no necesitó de procedimientos ni garantías previas. Sólo 27 de las 2.598 víctimas registradas en 1936 pasaron por consejos de guerra. A veces, las autoridades judiciales se presentaban para proceder al levantamiento de cadáveres, pero lo normal en esos primeros momentos es que quedaran abandonados a orillas del canal Imperial, en los descampados de Valdespartera o en los barrios rurales que rodeaban a la capital.
Unos meses después, puestos ya en marcha los juzgados militares, legalizado el asesinato por las autoridades golpistas, las ejecuciones se realizaban en las tapias del cementerio de Torrero, muy cerca de la cárcel. Fue testigo de ello Gumersindo de Estella, un padre capuchino que se encargó de la "asistencia espiritual a los reos" y que escribió, en forma de diario, unas memorias estremecedoras en las que describe el rito cotidiano de los fusilamientos, las confidencias de los condenados a muerte o la actitud de una parte del clero católico, empeñado "en acreditar con su sello divino una empresa pasional de odio y violencia".
La capilla de la cárcel de Torrero de Zaragoza era en realidad un local destinado a "sala de jueces", donde los días en que había ejecuciones se improvisaba un altar con lo necesario para la misa. Un retrato de Franco presidió la ceremonia hasta que a mediados de 1938 Gumersindo de Estella consiguió que fuera retirado, tras haber señalado insistentemente a las autoridades que "la presencia de Franco en la capilla y en su altar como santo crispaba los nervios de los reos y les causaba feroz indignación porque sabían que las sentencias de muerte eran firmadas por él".
Entraban los presos en capilla alrededor de las cinco de la mañana. El sacerdote hablaba con ellos, les preguntaba por sus familias, por la causa de la muerte y sobre todo si practicaban la religión. Algunos aceptaban la confesión y la comunión "con recogimiento envidiable". A otros había que convencerles de la necesidad de "buscar consuelo en lo sobrenatural". Había quienes no admitían diálogo o se negaban a recibir auxilio espiritual. "No señor, no me invite a practicar la religión", le dijo un reo el 11 de junio de 1938. "Las derechas están matando en nombre de la religión y hacen la guerra en nombre de la religión. Y una religión que les inspira tanta crueldad, no la quiero".
A las seis de la mañana, los guardias civiles comenzaban "la faena" de atarles las manos. De la cárcel los trasladaban a las tapias del cementerio en una camioneta. Durante el corto recorrido, continuaban sin cesar los "ayes lastimosos" que el sacerdote trataba de calmar dándoles a besar el crucifijo. Los acompañaba hasta que eran colocados en fila mirando a la tapia. Tras caer derribados por los tiros del pelotón de fusilamiento, les daba la absolución y la extremaunción antes de que el teniente de turno se acercara y descargara "dos o tres tiros de pistola en la cabeza".
Los que iban a morir le contaban a menudo, minutos antes de los fatales disparos, que habían sido denunciados por sus vecinos, con cualquier pretexto, rencillas personales, políticas, de negocios, que dejaban las manos libres al denunciante mientras al otro lo metían en la fosa. Cuando le confesaban que la denuncia había salido del cura, el padre Gumersindo reflexionaba sobre el daño que ese comportamiento hacía a la religión. Él, como cristiano y sacerdote, "sentía repugnancia ante tan numerosos asesinatos y no podía aprobarlos", una actitud que contrastaba con la de otros religiosos, "incluso superiores míos, que se entregaban a un regocijo extraordinario y no sólo aprobaban cuanto ocurría, sino aplaudían y prorrumpían en vivas con frecuencia".
Nada cambió con el final de la guerra, el 1 de abril de 1939: el mismo rito de la muerte, la farsa de los juicios, la desesperación de los presos inocentes. Muchos familiares removían Roma con Santiago para salvar a sus seres queridos. Y lo que encontraban eran largas, falsas promesas, macabros engaños. Como le sucedió a aquella madre que fue el 12 de febrero de 1940 a hablar con Gumersindo de Estella. Estaba contenta porque había sido muy bien recibida en Madrid y confiaba en que su hijo iba a ser indultado. "¡Infeliz!", anotaba en su diario el fraile capuchino, no sabía la madre que su hijo, Juan García Jariod, escribiente de Caspe de 22 años, tenía la sentencia de muerte firmada por Franco y había sido remitida a Zaragoza para su ejecución. Fue fusilado al día siguiente, 13 de febrero, junto a ocho condenados. Tres días después de su muerte llegó el indulto.
Era tanto el exceso asesino que hasta perfeccionaban el escenario. El 6 de noviembre de 1939, cuando Gumersindo de Estella llegó al cementerio acompañando a los 16 condenados de ese día, observó una novedad. Habían levantado una larga valla de tablones de más de dos metros de alto. Y entre esa valla y la tapia quedaba un espacio de un metro que había sido llenado de tierra. Las miles de balas descargadas desde julio de 1936 habían destrozado la tapia y los disparos traspasaban ya la pared, alcanzando a los ataúdes de los nichos del cementerio.
La mayoría de esos fusilados que constan en los libros de registro del cementerio -más de 3.000 durante la guerra y casi 500 durante la posguerra- fueron enterrados en fosas comunes. Allí permanecieron durante la dictadura de Franco, mientras que ya en 1941 se construyó en el cementerio una capilla-osario para los "caídos de la Cruzada de liberación" y unos años más tarde, en 1953, se levantó en la plaza del Pilar un gran "monumento a los héroes y mártires de nuestra gloriosa Cruzada".
En 1979, al efectuar unas obras en el cementerio, se descubrieron dos grandes zanjas de 500 metros de longitud por dos de anchura con los restos de numerosos asesinados. En aquella España recién salida de la dictadura nada se hizo por identificarlos, localizar a sus familias, darles una digna sepultura. Con algunas excepciones, los restos fueron trasladados a otra fosa común, enterrados de nuevo en el silencio, aunque el primer Ayuntamiento democrático de Zaragoza levantó allí un monolito en memoria de "cuantos murieron por la libertad y la democracia". En ese mismo cementerio, hoy, en su entrada principal, lo primero que el visitante contempla es la gran cruz del monumento a los héroes y mártires de la Cruzada, trasladado allí en 1992 desde la plaza del Pilar.
Son los diferentes recuerdos y memorias de aquella guerra y de la larga posguerra, unos omnipresentes y los otros ocultos, silenciados, recuperados con agrios debates políticos. Porque hay quienes creen todavía que desenterrar ese pasado, reconocer a esas víctimas de la guerra y de la dictadura, es "resucitar fantasmas de la peor historia de España y suscita rencores y divisiones", como dijo hace poco un concejal del PP del Ayuntamiento de Zaragoza. No se trata de fantasmas, sin embargo, sino de miles de víctimas masacradas en nombre del orden, la patria y la religión. Son el rostro visible de una historia que la democracia no puede olvidar.
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