¿Días de recogimiento? Por Enrique Miret Magdalena, teólogo seglar. Su último libro es ¿Dónde está Dios?: la religión en el siglo XXI (EL PAÍS, 09/04/06):
Viene la Semana Santa y los cristianos nos preguntamos qué actitud se espera de la minoría católica practicante en estos días. ¿Qué hacer: turismo, indiferencia o recogimiento religioso? Y especialmente se lo cuestionan los pocos jóvenes que siguen siendo cristianos convencidos y practicantes.
Precisamente en estos días la Fundación Santa María acaba de publicar el profundo estudio sociológico Jóvenes españoles 2005, y en él queda claro el descenso religioso de los jóvenes, que cada vez se interesan menos por las cosas de la Iglesia, ya que la institución que les merece menos consideración es, precisamente, la propia Iglesia.
Y si pasamos al promedio de los españoles encontramos una desconfianza creciente respecto a ella, y una práctica menor que hace unos años, aumentando la indiferencia y a veces el resentimiento que detecto en los coloquios de conferencias religiosas a diversidad de participantes.
Yo recuerdo la importancia que en tiempo de la monarquía, lo mismo que en la Segunda República y durante el franquismo, se daba a la Semana Santa en las familias españolas.
La costumbre era ir las mujeres, con mantilla de altos tiros y elegantes trajes negros, a visitar y rezar las famosas estaciones en diversas iglesias. Cosa que casi ha desaparecido.
Es verdadera la frase del presidente de la República, don Manuel Azaña, que dijo en las Cortes Constituyentes de 1931: “España ha dejado de ser católica”. Estas palabras se interpretaron como un ataque a nuestra religión, cuando se refería a la calidad del catolicismo moderno comparado con el de nuestro Siglo de Oro, que impregnaba con profundidad y altura la literatura, lo mismo que el pensamiento religioso de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. Ahora cada vez es menor la cantidad de católicos modélicos como aquellos.
Hoy, decía hace unos años el arzobispo de Toledo don Marcelo González, lo que hay son “católicos de costumbre”. ¿Pero existen hoy convicciones religiosas profundas entre nosotros?
Para la mayoría de nuestros habitantes estos días pasarán sin pena ni gloria. Serán días de turismo o de descanso nada más. Sólo unos pocos asistiremos a los Oficios religiosos que conservan el recuerdo del comienzo del cristianismo con la muerte y resurrección de Jesús. Serán recuerdos tristes de nuestra liturgia, pues hemos perdido la buena noticia de la Resurrección, a diferencia de lo que pasaba hace años en la Rusia Ortodoxa, donde la gente daba más importancia a la Resurrección que a la muerte de Jesús, y se saludaba por las calles, gozosa, tras el Viernes Santo: “¡Jesús ha resucitado!”. El ateo Nietzsche se quejaba del aspecto lóbrego de algunos cristianos, que no parece que sean los redimidos por Cristo, porque no se les ve alegres, porque parece que no creen en la Redención, sino en un falso dolorismo, ausente en los primeros siglos cristianos, seguidores de un Cristo alegre que sabía apreciar las cosas buenas de la vida, ya que como buen judío recordaba la frase del Talmud en el Kiddashin: “Tendremos que dar cuenta en el Más Allá de todos los placeres legítimos que no hayamos querido disfrutar”.
Se pregunta uno qué queda hoy de la profunda impronta que el cristianismo ha tenido en el arte, la literatura y el pensamiento. Muchos que viven en los países cristianos ya no saben lo que es el mensaje de Jesús, porque sólo han conocido la enseñanza religiosa del Catecismo, pero no el atractivo de lo que dijo Jesús y que se recuerda en los Evangelios.
Yo incluso repito muchas veces que los Catecismos son unos trataditos de mala teología. Y por eso: ¡qué aburridos son! Y puedo decirlo porque tengo una colección de mil quinientos catecismos de todas las culturas, y, salvo contadas excepciones, el aburrimiento campa por sus páginas, olvidando el alegre sentido del cristianismo.
Yo propongo llenar ese recogimiento con el recuerdo de hechos no directamente religiosos, sino sociales que nos deben afectar a todos, creyentes o no creyentes. Serían estos días una ocasión propicia para tomar conciencia de lo que pasa en el mundo, lo mismo lejano que alrededor nuestro, con el fin de hacer algo por mejorar el mundo.
¿Qué hemos hecho o dejado de hacer los países occidentales para que exista tanta violencia e injusticia en el mundo? Basta echar una mirada hacia Irak y Afganistán, con sus muertes diarias, o las luchas que no acaban en los países latinoamericanos con las guerrillas o los dictadores que sólo piensan en ellos. Y la pobreza africana, de la que son víctimas millones de personas, y que impulsan a algunas de ellas a lanzarse con peligro de sus vidas hacia los países ricos que ayer explotaron esos lugares y ahora los han dejado en manos de dirigentes corruptos.
Y nada digamos de las violencias surgidas en nuestros países desarrollados, como vemos en la juventud francesa; o los enfrentamientos políticos en Europa y en España, ya que los diferentes partidos no saben más que insultarse sin debatir alternativas aptas para mejorar nuestra sociedad.
Y nada digamos de la emigración. No se encuentran soluciones viables para los que huyen de sus pobres países, en busca de mejorar su empobrecida situación, arriesgándose a morir en las pateras que buscan llegar a mejor puerto. Se encuentran con la muerte en el mar o con las trabas burocráticas que les impiden tener una situación legal.
De la lectura de las estadísticas antes citadas tenemos que concluir que hay que conocer mejor a nuestra juventud, que no sabe acertar con el camino de un futuro razonable.
Que sea esa la meditación práctica de estos días de recogimiento. No algo proveniente de una religión salida de la realidad, sino de una postura, religiosa o no religiosa, de solidaridad con los males evitables de nuestro entorno.
Viene la Semana Santa y los cristianos nos preguntamos qué actitud se espera de la minoría católica practicante en estos días. ¿Qué hacer: turismo, indiferencia o recogimiento religioso? Y especialmente se lo cuestionan los pocos jóvenes que siguen siendo cristianos convencidos y practicantes.
Precisamente en estos días la Fundación Santa María acaba de publicar el profundo estudio sociológico Jóvenes españoles 2005, y en él queda claro el descenso religioso de los jóvenes, que cada vez se interesan menos por las cosas de la Iglesia, ya que la institución que les merece menos consideración es, precisamente, la propia Iglesia.
Y si pasamos al promedio de los españoles encontramos una desconfianza creciente respecto a ella, y una práctica menor que hace unos años, aumentando la indiferencia y a veces el resentimiento que detecto en los coloquios de conferencias religiosas a diversidad de participantes.
Yo recuerdo la importancia que en tiempo de la monarquía, lo mismo que en la Segunda República y durante el franquismo, se daba a la Semana Santa en las familias españolas.
La costumbre era ir las mujeres, con mantilla de altos tiros y elegantes trajes negros, a visitar y rezar las famosas estaciones en diversas iglesias. Cosa que casi ha desaparecido.
Es verdadera la frase del presidente de la República, don Manuel Azaña, que dijo en las Cortes Constituyentes de 1931: “España ha dejado de ser católica”. Estas palabras se interpretaron como un ataque a nuestra religión, cuando se refería a la calidad del catolicismo moderno comparado con el de nuestro Siglo de Oro, que impregnaba con profundidad y altura la literatura, lo mismo que el pensamiento religioso de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. Ahora cada vez es menor la cantidad de católicos modélicos como aquellos.
Hoy, decía hace unos años el arzobispo de Toledo don Marcelo González, lo que hay son “católicos de costumbre”. ¿Pero existen hoy convicciones religiosas profundas entre nosotros?
Para la mayoría de nuestros habitantes estos días pasarán sin pena ni gloria. Serán días de turismo o de descanso nada más. Sólo unos pocos asistiremos a los Oficios religiosos que conservan el recuerdo del comienzo del cristianismo con la muerte y resurrección de Jesús. Serán recuerdos tristes de nuestra liturgia, pues hemos perdido la buena noticia de la Resurrección, a diferencia de lo que pasaba hace años en la Rusia Ortodoxa, donde la gente daba más importancia a la Resurrección que a la muerte de Jesús, y se saludaba por las calles, gozosa, tras el Viernes Santo: “¡Jesús ha resucitado!”. El ateo Nietzsche se quejaba del aspecto lóbrego de algunos cristianos, que no parece que sean los redimidos por Cristo, porque no se les ve alegres, porque parece que no creen en la Redención, sino en un falso dolorismo, ausente en los primeros siglos cristianos, seguidores de un Cristo alegre que sabía apreciar las cosas buenas de la vida, ya que como buen judío recordaba la frase del Talmud en el Kiddashin: “Tendremos que dar cuenta en el Más Allá de todos los placeres legítimos que no hayamos querido disfrutar”.
Se pregunta uno qué queda hoy de la profunda impronta que el cristianismo ha tenido en el arte, la literatura y el pensamiento. Muchos que viven en los países cristianos ya no saben lo que es el mensaje de Jesús, porque sólo han conocido la enseñanza religiosa del Catecismo, pero no el atractivo de lo que dijo Jesús y que se recuerda en los Evangelios.
Yo incluso repito muchas veces que los Catecismos son unos trataditos de mala teología. Y por eso: ¡qué aburridos son! Y puedo decirlo porque tengo una colección de mil quinientos catecismos de todas las culturas, y, salvo contadas excepciones, el aburrimiento campa por sus páginas, olvidando el alegre sentido del cristianismo.
Yo propongo llenar ese recogimiento con el recuerdo de hechos no directamente religiosos, sino sociales que nos deben afectar a todos, creyentes o no creyentes. Serían estos días una ocasión propicia para tomar conciencia de lo que pasa en el mundo, lo mismo lejano que alrededor nuestro, con el fin de hacer algo por mejorar el mundo.
¿Qué hemos hecho o dejado de hacer los países occidentales para que exista tanta violencia e injusticia en el mundo? Basta echar una mirada hacia Irak y Afganistán, con sus muertes diarias, o las luchas que no acaban en los países latinoamericanos con las guerrillas o los dictadores que sólo piensan en ellos. Y la pobreza africana, de la que son víctimas millones de personas, y que impulsan a algunas de ellas a lanzarse con peligro de sus vidas hacia los países ricos que ayer explotaron esos lugares y ahora los han dejado en manos de dirigentes corruptos.
Y nada digamos de las violencias surgidas en nuestros países desarrollados, como vemos en la juventud francesa; o los enfrentamientos políticos en Europa y en España, ya que los diferentes partidos no saben más que insultarse sin debatir alternativas aptas para mejorar nuestra sociedad.
Y nada digamos de la emigración. No se encuentran soluciones viables para los que huyen de sus pobres países, en busca de mejorar su empobrecida situación, arriesgándose a morir en las pateras que buscan llegar a mejor puerto. Se encuentran con la muerte en el mar o con las trabas burocráticas que les impiden tener una situación legal.
De la lectura de las estadísticas antes citadas tenemos que concluir que hay que conocer mejor a nuestra juventud, que no sabe acertar con el camino de un futuro razonable.
Que sea esa la meditación práctica de estos días de recogimiento. No algo proveniente de una religión salida de la realidad, sino de una postura, religiosa o no religiosa, de solidaridad con los males evitables de nuestro entorno.
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