La obra del señor oscuro. Dick Cheney, el vicepresidente más poderoso de la historia de EE UU, ha sido el ideólogo de la guerra de Irak, de Guantánamo y de la utilización de la tortura. JOHN CARLIN. EL PAÍS - Internacional - 18-01-2009
Cuando la revista People le preguntó a George W. Bush cuáles eran los episodios de sus ocho años en la Casa Blanca que recordaba con más frecuencia, el presidente resaltó uno en particular: la vez que lanzó la bola inicial en la final del campeonato nacional de béisbol. "Curiosamente, nunca sentí tanta ansiedad en ningún otro momento de mi presidencia", explicó.
Los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, la guerra en Irak, Abu Ghraib, Guantánamo, las cárceles secretas de la CIA, Gaza, la implosión del sistema financiero mundial... Nada comparado con el terror que sintió el presidente saliente ante la posibilidad de hacer el ridículo en un campo deportivo. Lo cual no debería de provocar demasiada sorpresa. En parte porque la gran pasión de Bush es y siempre ha sido el béisbol (se ha comentado en Washington más de una vez que el puesto de presidente de la federación nacional del deporte representaba el límite de sus posibilidades de gestión); y sobre todo, porque la carga de las grandes decisiones que se han tomado durante su presidencia no la ha asumido él, sino su vicepresidente, Dick Cheney.
Retratar a Cheney como la figura siniestra y malévola (Darth Vader es uno de los sobrenombres que le han dado en Washington) que ha concebido y puesto en práctica la política de la Casa Blanca durante los últimos ocho años, y a Bush como el títere que se ha limitado a firmar las iniciativas vicepresidenciales y a darles apoyo publicitario, es una caricatura que no se aleja tanto de la realidad. Bush no sólo ha sido el peor presidente de la historia de Estados Unidos, según una abrumadora mayoría de historiadores especializados, sino el más vago, el que menos atención le ha prestado a la letra pequeña, el que más días de vacaciones se ha tomado, habitualmente en su rancho de Tejas. Cheney, en cambio, es un detallista fanático que muchas veces empieza su día de trabajo a las 4.30 de la mañana y es considerado entre los expertos de izquierda y derecha en Washington, por unanimidad, como el vicepresidente más poderoso que ha tenido su país.
Toda una colección de libros sobre el funcionamiento interno de la Casa Blanca de Bush (destacan El lado oscuro, de Jane Mayer, de la revista The New Yorker; El pescador: la vicepresidencia de Cheney, de Barton Gellman del The Washington Post, y La guerra interna, del legendario Bob Woodward) promueven la tesis en mayor o menor medida de que Cheney ha sido el ventrílocuo del muñeco Bush.
El mismo presidente la sustentó, de manera no necesariamente intencionada, al declarar en 2003: "Cuando se habla conmigo, se habla con Cheney".
El gran atractivo para Bush es que Cheney hace casi todo el trabajo y no exige nada del crédito. Está feliz en la sombra. Más bien, ha preferido no salir de ella, evitando así el papel protocolario que tradicionalmente le corresponde a un vicepresidente. Los aplausos del público le llenan menos que la autosatisfacción secreta de saber que él es el que ejerce el poder. No perdió el tiempo en asumirlo. Nada más ser elegido candidato a la vicepresidencia, se encargó en el interregnum entre las elecciones de 2000 y la inauguración presidencial de enero de 2001, de seleccionar los candidatos que iban a ocupar los puestos clave de la nueva Administración republicana. Bush fue el que aprobó la lista final pero todos, sin excepción, habían sido los que había propuesto Cheney.
Dan Quayle, que fue el vicepresidente de Bush padre, entendió que Cheney se proponía reinventar su antiguo puesto en una reunión que celebraron los dos a los pocos días de que Cheney se instalara en el ala oeste de la Casa Blanca.
"Le dije, 'Dick, ya sabes, tendrás que viajar mucho al exterior... ir a funerales", Quayle recordó en una entrevista citada en el libro El pescador. "Es decir, en esto consiste la tarea de un vicepresidente". Cheney le dirigió una leve sonrisa y contestó: "Yo tengo otro tipo de conexión con el presidente".
Ha sido una conexión no tanto de subordinado como de guía paterna. Cheney, la última persona con la que Bush habitualmente hablaba antes de firmar un decreto, fue el principal promotor, junto a su viejo compinche el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld, de la guerra de Irak. Y no hubo nadie que luchara con más empeño a favor de la política más polémica durante la presidencia de Bush dentro de Estados Unidos y la que más daño ha causado a la imagen internacional del país: la tortura como método para interrogar a los presos sospechosos de terrorismo. El entusiasmo de Cheney por suspender la aplicación de la Convención de Ginebra en la guerra contra el terror llevó al almirante Stansfield Turner, jefe de la CIA en los años setenta, a darle el apodo de "vicepresidente de la tortura".
Cheney es un personaje que, como las figuras totalitarias a las que Estados Unidos se opuso durante la guerra fría, cree firmemente en la doctrina de que el fin justifica los medios. Nadie participó de manera más dinámica que Cheney en lo que el premio Nobel de Economía Paul Krugman describió en su columna del The New York Times hace dos días como "el escándalo más grande de todos": la manera deliberada con la que la Administración de Bush engañó al pueblo estadounidense para que apoyara la invasión de Irak
Sobre las supuestas armas de destrucción masiva que poseía Sadam Husein, el pilar central del argumento a favor de la guerra en Irak, Cheney fue más lejos que Bush al desdeñar en público los consejos de la CIA, que insistían en que Husein estaba lejos de construir una bomba nuclear y lo mejor sería insistir en un programa agresivo de inspecciones. "La inteligencia es un negocio incierto", replicó Cheney, con una de sus pequeñas sonrisas irónicas, en un discurso en agosto de 2002, siete meses antes de la invasión estadounidense. Pero fueron muchos lo que participaron en aquel gran engaño. Donde Cheney ejerció de director de orquesta fue en la fabricación del segundo gran argumento a favor de la guerra, el que convenció al norteamericano medio de que no quedaba más remedio que eliminar a Sadam. Aquí no hubo ninguna incertidumbre, ni posibilidad, siquiera, de autoengaño. Consistió en divulgar la mentira de que Irak estuvo involucrado en los ataques del 11 de septiembre de 2001, mentira que la mayoría de los estadounidenses, según repetidos sondeos, eligieron creer. Cheney citó un supuesto informe de inteligencia (en este caso el negocio dejó de ser tan incierto) según el cual uno de los terroristas suicidas del 11-S, Mohamed Atta, se había reunido en Praga con un integrante del servicio de espionaje iraquí. Tal era su urgencia por lograr un consenso nacional a favor de la guerra que emergió, contra natura, de las sombras para declarar en entrevistas televisivas a lo largo de 2002 que Al Qaeda y el régimen iraquí eran cómplices en la guerra santa contra Estados Unidos.
En diciembre de 2001 declaró que se había "confirmado" la existencia de una reunión entre Atta y un "alto oficial" del servicio de inteligencia iraquí en Praga en abril de ese mismo año. Pese a que tanto la CIA como el servicio de inteligencia checa le decían en privado que no tenían ninguna información al respecto, Cheney reiteró en marzo de 2002 que la reunión había sido "un hecho", y lo volvió a ratificar en septiembre de ese año.
Un par de años después, con el Ejército de Estados Unidos ya estancado en Irak, actuó de manera incluso más descarada. Fue en plena campaña electoral durante un debate televisivo. Su rival demócrata para la vicepresidencia, John Edwards, denunció sus mentiras sobre Irak y Al Qaeda. Con una firmeza implacable, Cheney le contestó: "El senador se equivoca. No he sugerido que existiera una conexión entre Irak y el 11-S".
Bush llegó a la presidencia en 2001 tras una campaña electoral en la que se había vendido como promotor de una filosofía que denominó "conservadurismo compasivo". Cheney se ocupó desde un principio de borrar la palabra compasión del léxico bushiano. En el terreno de la ecología combatió arduamente a favor de las industrias más contaminantes de Estados Unidos, cuyas empresas amigas (grandes contribuyentes en muchos casos a las campañas electorales de Bush) preferían no invertir en tecnología que reduciría la emisión de gases perjudiciales para la capa de ozono. Y en cuanto a la economía, Cheney contribuyó de manera agresiva al caos reinante hoy al insistir en reducir los impuestos de los más ricos. Cuando Paul O'Neill, el secretario del Tesoro que él mismo había elegido, le defraudó al cuestionar en 2002 la política de reducción de impuestos, Cheney recomendó a Bush que lo despidiera y Bush, sin apenas pensárselo, asintió.
Esto fue una mera anécdota, sin embargo, comparado con el ejemplo de anticompasión más flagrante de la era Bush: el trato que se dio a los presos en la prisión de Abu Ghraib, en Irak, y en la base militar estadounidense de Guantánamo, en la isla de Cuba.
Cheney hizo pública su posición al respecto a los dos meses del 11-S en un discurso ante la Cámara Americana de Comercio. Los terroristas, dijo, "no merecen ser tratados como prisioneros de guerra". Pasarían 10 semanas hasta que el propio Bush se declarara al respecto, y lo hizo firmando un documento de cuatro páginas que Cheney y sus asesores legales confeccionaron sin consultar siquiera al entonces secretario de Estado, Colin Powell. La Convención de Ginebra (que un íntimo asesor de Cheney describió como "obsoleta") sencillamente no se aplicaría ni a los presos supuestamente afiliados a Al Qaeda o a los talibanes de Afganistán.
Los primeros presos llegaron a Guantánamo en enero de 2002. "De ese momento en adelante", según escribió el The Washington Post en un amplio reportaje que ganó el Premio Pulitzer, "Cheney se dedicó a la cuestión práctica de aplastar la voluntad de resistir de los cautivos... La oficina del vicepresidente desempeñó un papel central en hacer añicos a los límites impuestos a la coerción de presos bajo la custodia de Estados Unidos".
Cheney fue el pionero de una casuística distinción teórica entre la tortura no permitida y métodos violentos de interrogación sí permitidos que se tradujo en la práctica a una sistemática violación de los derechos humanos denunciada en el mundo entero.
Un documento clasificado del Departamento de Justicia, pero motivado por Cheney y su equipo de "gobierno dentro del Gobierno", según reveló el Post, determinó que la ley estadounidense en contra de la tortura "prohíbe sólo las peores formas de trato cruel inhumano o degradante", con lo cual permite otras. El documento especificó que la tortura prohibida consistía en aquella que causaba dolor "equivalente en intensidad" al del "fallo de un órgano vital... O incluso la muerte".
Tal es el secretismo con el que opera Cheney (siempre se ha negado incluso a revelar cuánta gente trabaja con él en la Casa Blanca) que su no siempre eficiente jefe de relaciones públicas, George W. Bush, es el que pagará el precio histórico por las atrocidades y desastres de los últimos ocho años. Pero lo que muchos sospechan en Washington es que Bush habría ejercido la presidencia de manera menos radical si hubiera optado por otro consigliere; si hubiera elegido como vicepresidente a un Dan Quayle dispuesto a aceptar su papel secundario, lejos del centro de poder, o a uno más inclinado a poner en práctica el concepto en que quizá Bush alguna vez creyó de conservadurismo compasivo.
En dos días pondrá fin a un mandato de ocho años que su sucesor, Barack Obama, ha denunciado por su "espectacular irresponsabilidad", pero lo curioso es que Bush da la sensación de que todavía carece de la experiencia necesaria para ser presidente. Su presidencia lleva su nombre, pero la huella es la de Cheney. La razón es sencilla: a Bush siempre le ha atraído más el título que el cargo de presidente, y las responsabilidades que conlleva. Por temperamento, el trabajo duro del día a día no le interesó y se lo dejó, con descuidada tranquilidad, al maquiavélico Cheney, mientras él se preocupaba por su estado de salud (Bush es un obsesivo del fitness), por cuidar su rancho tejano y por el béisbol.
Preguntado por el periodista Bob Woodward una vez sobre la influencia de su padre, presidente entre 1989 y 1993, en el ejercicio de su presidencia, George W. contestó: "Hay otro padre en las alturas al que apelo". Lo que no quedó del todo claro fue si se refería a la divinidad cristiana, o a su vecino en la Casa Blanca, Dick Cheney.
* El desván de la historia espera a Bush
Cuando la revista People le preguntó a George W. Bush cuáles eran los episodios de sus ocho años en la Casa Blanca que recordaba con más frecuencia, el presidente resaltó uno en particular: la vez que lanzó la bola inicial en la final del campeonato nacional de béisbol. "Curiosamente, nunca sentí tanta ansiedad en ningún otro momento de mi presidencia", explicó.
Los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, la guerra en Irak, Abu Ghraib, Guantánamo, las cárceles secretas de la CIA, Gaza, la implosión del sistema financiero mundial... Nada comparado con el terror que sintió el presidente saliente ante la posibilidad de hacer el ridículo en un campo deportivo. Lo cual no debería de provocar demasiada sorpresa. En parte porque la gran pasión de Bush es y siempre ha sido el béisbol (se ha comentado en Washington más de una vez que el puesto de presidente de la federación nacional del deporte representaba el límite de sus posibilidades de gestión); y sobre todo, porque la carga de las grandes decisiones que se han tomado durante su presidencia no la ha asumido él, sino su vicepresidente, Dick Cheney.
Retratar a Cheney como la figura siniestra y malévola (Darth Vader es uno de los sobrenombres que le han dado en Washington) que ha concebido y puesto en práctica la política de la Casa Blanca durante los últimos ocho años, y a Bush como el títere que se ha limitado a firmar las iniciativas vicepresidenciales y a darles apoyo publicitario, es una caricatura que no se aleja tanto de la realidad. Bush no sólo ha sido el peor presidente de la historia de Estados Unidos, según una abrumadora mayoría de historiadores especializados, sino el más vago, el que menos atención le ha prestado a la letra pequeña, el que más días de vacaciones se ha tomado, habitualmente en su rancho de Tejas. Cheney, en cambio, es un detallista fanático que muchas veces empieza su día de trabajo a las 4.30 de la mañana y es considerado entre los expertos de izquierda y derecha en Washington, por unanimidad, como el vicepresidente más poderoso que ha tenido su país.
Toda una colección de libros sobre el funcionamiento interno de la Casa Blanca de Bush (destacan El lado oscuro, de Jane Mayer, de la revista The New Yorker; El pescador: la vicepresidencia de Cheney, de Barton Gellman del The Washington Post, y La guerra interna, del legendario Bob Woodward) promueven la tesis en mayor o menor medida de que Cheney ha sido el ventrílocuo del muñeco Bush.
El mismo presidente la sustentó, de manera no necesariamente intencionada, al declarar en 2003: "Cuando se habla conmigo, se habla con Cheney".
El gran atractivo para Bush es que Cheney hace casi todo el trabajo y no exige nada del crédito. Está feliz en la sombra. Más bien, ha preferido no salir de ella, evitando así el papel protocolario que tradicionalmente le corresponde a un vicepresidente. Los aplausos del público le llenan menos que la autosatisfacción secreta de saber que él es el que ejerce el poder. No perdió el tiempo en asumirlo. Nada más ser elegido candidato a la vicepresidencia, se encargó en el interregnum entre las elecciones de 2000 y la inauguración presidencial de enero de 2001, de seleccionar los candidatos que iban a ocupar los puestos clave de la nueva Administración republicana. Bush fue el que aprobó la lista final pero todos, sin excepción, habían sido los que había propuesto Cheney.
Dan Quayle, que fue el vicepresidente de Bush padre, entendió que Cheney se proponía reinventar su antiguo puesto en una reunión que celebraron los dos a los pocos días de que Cheney se instalara en el ala oeste de la Casa Blanca.
"Le dije, 'Dick, ya sabes, tendrás que viajar mucho al exterior... ir a funerales", Quayle recordó en una entrevista citada en el libro El pescador. "Es decir, en esto consiste la tarea de un vicepresidente". Cheney le dirigió una leve sonrisa y contestó: "Yo tengo otro tipo de conexión con el presidente".
Ha sido una conexión no tanto de subordinado como de guía paterna. Cheney, la última persona con la que Bush habitualmente hablaba antes de firmar un decreto, fue el principal promotor, junto a su viejo compinche el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld, de la guerra de Irak. Y no hubo nadie que luchara con más empeño a favor de la política más polémica durante la presidencia de Bush dentro de Estados Unidos y la que más daño ha causado a la imagen internacional del país: la tortura como método para interrogar a los presos sospechosos de terrorismo. El entusiasmo de Cheney por suspender la aplicación de la Convención de Ginebra en la guerra contra el terror llevó al almirante Stansfield Turner, jefe de la CIA en los años setenta, a darle el apodo de "vicepresidente de la tortura".
Cheney es un personaje que, como las figuras totalitarias a las que Estados Unidos se opuso durante la guerra fría, cree firmemente en la doctrina de que el fin justifica los medios. Nadie participó de manera más dinámica que Cheney en lo que el premio Nobel de Economía Paul Krugman describió en su columna del The New York Times hace dos días como "el escándalo más grande de todos": la manera deliberada con la que la Administración de Bush engañó al pueblo estadounidense para que apoyara la invasión de Irak
Sobre las supuestas armas de destrucción masiva que poseía Sadam Husein, el pilar central del argumento a favor de la guerra en Irak, Cheney fue más lejos que Bush al desdeñar en público los consejos de la CIA, que insistían en que Husein estaba lejos de construir una bomba nuclear y lo mejor sería insistir en un programa agresivo de inspecciones. "La inteligencia es un negocio incierto", replicó Cheney, con una de sus pequeñas sonrisas irónicas, en un discurso en agosto de 2002, siete meses antes de la invasión estadounidense. Pero fueron muchos lo que participaron en aquel gran engaño. Donde Cheney ejerció de director de orquesta fue en la fabricación del segundo gran argumento a favor de la guerra, el que convenció al norteamericano medio de que no quedaba más remedio que eliminar a Sadam. Aquí no hubo ninguna incertidumbre, ni posibilidad, siquiera, de autoengaño. Consistió en divulgar la mentira de que Irak estuvo involucrado en los ataques del 11 de septiembre de 2001, mentira que la mayoría de los estadounidenses, según repetidos sondeos, eligieron creer. Cheney citó un supuesto informe de inteligencia (en este caso el negocio dejó de ser tan incierto) según el cual uno de los terroristas suicidas del 11-S, Mohamed Atta, se había reunido en Praga con un integrante del servicio de espionaje iraquí. Tal era su urgencia por lograr un consenso nacional a favor de la guerra que emergió, contra natura, de las sombras para declarar en entrevistas televisivas a lo largo de 2002 que Al Qaeda y el régimen iraquí eran cómplices en la guerra santa contra Estados Unidos.
En diciembre de 2001 declaró que se había "confirmado" la existencia de una reunión entre Atta y un "alto oficial" del servicio de inteligencia iraquí en Praga en abril de ese mismo año. Pese a que tanto la CIA como el servicio de inteligencia checa le decían en privado que no tenían ninguna información al respecto, Cheney reiteró en marzo de 2002 que la reunión había sido "un hecho", y lo volvió a ratificar en septiembre de ese año.
Un par de años después, con el Ejército de Estados Unidos ya estancado en Irak, actuó de manera incluso más descarada. Fue en plena campaña electoral durante un debate televisivo. Su rival demócrata para la vicepresidencia, John Edwards, denunció sus mentiras sobre Irak y Al Qaeda. Con una firmeza implacable, Cheney le contestó: "El senador se equivoca. No he sugerido que existiera una conexión entre Irak y el 11-S".
Bush llegó a la presidencia en 2001 tras una campaña electoral en la que se había vendido como promotor de una filosofía que denominó "conservadurismo compasivo". Cheney se ocupó desde un principio de borrar la palabra compasión del léxico bushiano. En el terreno de la ecología combatió arduamente a favor de las industrias más contaminantes de Estados Unidos, cuyas empresas amigas (grandes contribuyentes en muchos casos a las campañas electorales de Bush) preferían no invertir en tecnología que reduciría la emisión de gases perjudiciales para la capa de ozono. Y en cuanto a la economía, Cheney contribuyó de manera agresiva al caos reinante hoy al insistir en reducir los impuestos de los más ricos. Cuando Paul O'Neill, el secretario del Tesoro que él mismo había elegido, le defraudó al cuestionar en 2002 la política de reducción de impuestos, Cheney recomendó a Bush que lo despidiera y Bush, sin apenas pensárselo, asintió.
Esto fue una mera anécdota, sin embargo, comparado con el ejemplo de anticompasión más flagrante de la era Bush: el trato que se dio a los presos en la prisión de Abu Ghraib, en Irak, y en la base militar estadounidense de Guantánamo, en la isla de Cuba.
Cheney hizo pública su posición al respecto a los dos meses del 11-S en un discurso ante la Cámara Americana de Comercio. Los terroristas, dijo, "no merecen ser tratados como prisioneros de guerra". Pasarían 10 semanas hasta que el propio Bush se declarara al respecto, y lo hizo firmando un documento de cuatro páginas que Cheney y sus asesores legales confeccionaron sin consultar siquiera al entonces secretario de Estado, Colin Powell. La Convención de Ginebra (que un íntimo asesor de Cheney describió como "obsoleta") sencillamente no se aplicaría ni a los presos supuestamente afiliados a Al Qaeda o a los talibanes de Afganistán.
Los primeros presos llegaron a Guantánamo en enero de 2002. "De ese momento en adelante", según escribió el The Washington Post en un amplio reportaje que ganó el Premio Pulitzer, "Cheney se dedicó a la cuestión práctica de aplastar la voluntad de resistir de los cautivos... La oficina del vicepresidente desempeñó un papel central en hacer añicos a los límites impuestos a la coerción de presos bajo la custodia de Estados Unidos".
Cheney fue el pionero de una casuística distinción teórica entre la tortura no permitida y métodos violentos de interrogación sí permitidos que se tradujo en la práctica a una sistemática violación de los derechos humanos denunciada en el mundo entero.
Un documento clasificado del Departamento de Justicia, pero motivado por Cheney y su equipo de "gobierno dentro del Gobierno", según reveló el Post, determinó que la ley estadounidense en contra de la tortura "prohíbe sólo las peores formas de trato cruel inhumano o degradante", con lo cual permite otras. El documento especificó que la tortura prohibida consistía en aquella que causaba dolor "equivalente en intensidad" al del "fallo de un órgano vital... O incluso la muerte".
Tal es el secretismo con el que opera Cheney (siempre se ha negado incluso a revelar cuánta gente trabaja con él en la Casa Blanca) que su no siempre eficiente jefe de relaciones públicas, George W. Bush, es el que pagará el precio histórico por las atrocidades y desastres de los últimos ocho años. Pero lo que muchos sospechan en Washington es que Bush habría ejercido la presidencia de manera menos radical si hubiera optado por otro consigliere; si hubiera elegido como vicepresidente a un Dan Quayle dispuesto a aceptar su papel secundario, lejos del centro de poder, o a uno más inclinado a poner en práctica el concepto en que quizá Bush alguna vez creyó de conservadurismo compasivo.
En dos días pondrá fin a un mandato de ocho años que su sucesor, Barack Obama, ha denunciado por su "espectacular irresponsabilidad", pero lo curioso es que Bush da la sensación de que todavía carece de la experiencia necesaria para ser presidente. Su presidencia lleva su nombre, pero la huella es la de Cheney. La razón es sencilla: a Bush siempre le ha atraído más el título que el cargo de presidente, y las responsabilidades que conlleva. Por temperamento, el trabajo duro del día a día no le interesó y se lo dejó, con descuidada tranquilidad, al maquiavélico Cheney, mientras él se preocupaba por su estado de salud (Bush es un obsesivo del fitness), por cuidar su rancho tejano y por el béisbol.
Preguntado por el periodista Bob Woodward una vez sobre la influencia de su padre, presidente entre 1989 y 1993, en el ejercicio de su presidencia, George W. contestó: "Hay otro padre en las alturas al que apelo". Lo que no quedó del todo claro fue si se refería a la divinidad cristiana, o a su vecino en la Casa Blanca, Dick Cheney.
* El desván de la historia espera a Bush
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