El viejo truco del grito en el cielo. JAVIER MARÍAS. EL PAIS SEMANAL - 15-10-2006
En más de una ocasión le he reprochado a este periódico su pusilanimidad en algunas cuestiones, sobre todo en la acoquinada observancia de las represoras leyes “políticamente correctas”, por utilizar un término innoble pero ya consagrado. Cada vez que a El País se lo acusa de inventar o insertar un anuncio que molesta a algún colectivo, el diario se apresura a retirarlo y a darse golpes de pecho, tengan o no razón quienes protestan. Lo mismo hacen los anunciantes, los redactores, el Defensor del Lector y, en un ámbito ya más amplio, la sociedad en su conjunto. Hace ya tiempo que los individuos susceptibles y los colectivos quisquillosos descubrieron la enorme eficacia de poner el grito en el cielo, con motivo o sin él. Que haya gente así no es nuevo ni sorprendente: personas vigilantes, con mentalidad policial, a la defensiva, que rastrean diariamente la prensa a la búsqueda de “infracciones”, predispuestas a saltar y a denunciar y a indignarse, a detectar actitudes o frases supuestamente machistas, sexistas, racistas, xenófobas, degradantes, inmorales, antinacionalistas, acosadoras, homófobas, misóginas o islamófobas, tanto da. Esas personas suelen ser literales y brutas: desean ver suprimidas de la lengua expresiones como “no hay moros en la costa” o “merienda de negros”, sin darse cuenta de que quienes las empleamos con naturalidad y en el sentido figurado que les es propio no somos precisamente los racistas, sino más bien quienes nos reprochan su uso: son éstos los que dotan a esas expresiones de tal contenido, y, como en sus labios y en su conciencia sí serían racistas, pretenden que nadie las utilice.
Lo que sí es sorprendente y relativamente nuevo es que las personas razonables y no histéricas se achanten con tanta facilidad ante el viejo truco de poner el grito en el cielo. Yo echo de menos la capacidad de plantarse ante las exageraciones y los bramidos y las distorsiones. Me gustaría que este periódico, y la sociedad en general, pudieran reaccionar a veces diciendo: “No, no llevan ustedes razón, y están sacando las cosas de quicio. Son de una susceptibilidad extrema y sospechosa, y no voy a renunciar, porque su vulnerabilísima sensibilidad se vea herida, a decir lo que pienso ni a expresarlo con toda la variedad y riqueza que la lengua pone a mi alcance”. A cualquiera puede molestarle u ofenderle algo, pero ahí entramos en un terreno imposible, el de la subjetividad de cada uno, y no se puede estar haciendo caso –menos aún obedeciendo– a las infinitas subjetividades del mundo, sobre todo a aquellas tan en permanente insatisfacción y guardia que considerarán siempre pocas las concesiones que los achantados les vayan haciendo. “No se debe intentar contentar a quienes nunca se van a dar por contentos”, era un viejo adagio de mi difunto padre que me parece acertado. Y sin embargo nuestras sociedades están resueltas a desoírlo y a hacer lo contrario, a sabiendas de que hay sujetos, o colectivos, o nacionalismos, o religiones (los más de estos dos últimos, está comprobado), a los que nada nunca les parecerá bastante.
Hace unas semanas el Papa citó a un Emperador de Bizancio del siglo XV, sin hacer suyas por fuerza aquellas antiguas palabras. Midió mal, dado el mundo inflamable en que vivimos, no vio la viga en el ojo propio y metió la pata; pero se disculpó en seguida, lamentó la interpretación de lo que había dicho y se mostró manso y contrito. Eso no bastó a los islamistas que ya habían aprovechado para poner el grito en el cielo: querían más, pero no se sabía bien qué. Ni siquiera les fue suficiente la desproporcionada actuación de algunos de ellos: se cargaron a una pobre monja en Somalia, quizá a un italiano en Marruecos, quemaron iglesias cristianas en Palestina e hicieron arder monigotes del Papa no sé si en Pakistán, Indonesia o en ambos. A veces es tan evidente que la gente sólo busca un pretexto para armar bronca y quejarse (es decir, camorra), que no se entiende cómo los imaginarios “provocadores” caen en la trampa. Era tan evidente, por ejemplo, que Bush y Cheney andaban en su día inventando pretextos para invadir Irak, que no se entiende cómo la comunidad internacional ni se prestó a escucharlos. Así podríamos seguir hasta el infinito, exponiendo casos.
Demasiada gente está hoy convencida de que, si arma suficiente estrépito y se comporta desmedidamente, acabará saliéndose con la suya, porque esas actitudes asustan a unas sociedades pusilánimes y medrosas a las que da pánico ser tildadas de cualquier cosa mal vista, aunque las acusaciones vengan de individuos sin autoridad moral y nada ecuánimes, cuando no de cabestros. Ese es uno de nuestros problemas: que ya no se tiene en cuenta quién acusa, ni su capacidad o incapacidad para hacerlo, su objetividad o subjetividad, su imparcialidad o parcialidad posibles. Lo que nuestro mundo más teme es verse “vociferado” por quien sea, cuando todos sabemos que algunas vociferaciones, según de quienes vengan, no harían sino honrarnos y confirmarnos nuestra buena senda. Este diario, y nuestras sociedades, antes de echarse a temblar cada vez que se los tacha de algo vergonzoso o “malo”, deberían echar un vistazo a los tachadores y juzgar en consecuencia. En muchas ocasiones se tranquilizarían y verían que lo único sensato sería hacer lo que casi nunca hacen: caso omiso.
En más de una ocasión le he reprochado a este periódico su pusilanimidad en algunas cuestiones, sobre todo en la acoquinada observancia de las represoras leyes “políticamente correctas”, por utilizar un término innoble pero ya consagrado. Cada vez que a El País se lo acusa de inventar o insertar un anuncio que molesta a algún colectivo, el diario se apresura a retirarlo y a darse golpes de pecho, tengan o no razón quienes protestan. Lo mismo hacen los anunciantes, los redactores, el Defensor del Lector y, en un ámbito ya más amplio, la sociedad en su conjunto. Hace ya tiempo que los individuos susceptibles y los colectivos quisquillosos descubrieron la enorme eficacia de poner el grito en el cielo, con motivo o sin él. Que haya gente así no es nuevo ni sorprendente: personas vigilantes, con mentalidad policial, a la defensiva, que rastrean diariamente la prensa a la búsqueda de “infracciones”, predispuestas a saltar y a denunciar y a indignarse, a detectar actitudes o frases supuestamente machistas, sexistas, racistas, xenófobas, degradantes, inmorales, antinacionalistas, acosadoras, homófobas, misóginas o islamófobas, tanto da. Esas personas suelen ser literales y brutas: desean ver suprimidas de la lengua expresiones como “no hay moros en la costa” o “merienda de negros”, sin darse cuenta de que quienes las empleamos con naturalidad y en el sentido figurado que les es propio no somos precisamente los racistas, sino más bien quienes nos reprochan su uso: son éstos los que dotan a esas expresiones de tal contenido, y, como en sus labios y en su conciencia sí serían racistas, pretenden que nadie las utilice.
Lo que sí es sorprendente y relativamente nuevo es que las personas razonables y no histéricas se achanten con tanta facilidad ante el viejo truco de poner el grito en el cielo. Yo echo de menos la capacidad de plantarse ante las exageraciones y los bramidos y las distorsiones. Me gustaría que este periódico, y la sociedad en general, pudieran reaccionar a veces diciendo: “No, no llevan ustedes razón, y están sacando las cosas de quicio. Son de una susceptibilidad extrema y sospechosa, y no voy a renunciar, porque su vulnerabilísima sensibilidad se vea herida, a decir lo que pienso ni a expresarlo con toda la variedad y riqueza que la lengua pone a mi alcance”. A cualquiera puede molestarle u ofenderle algo, pero ahí entramos en un terreno imposible, el de la subjetividad de cada uno, y no se puede estar haciendo caso –menos aún obedeciendo– a las infinitas subjetividades del mundo, sobre todo a aquellas tan en permanente insatisfacción y guardia que considerarán siempre pocas las concesiones que los achantados les vayan haciendo. “No se debe intentar contentar a quienes nunca se van a dar por contentos”, era un viejo adagio de mi difunto padre que me parece acertado. Y sin embargo nuestras sociedades están resueltas a desoírlo y a hacer lo contrario, a sabiendas de que hay sujetos, o colectivos, o nacionalismos, o religiones (los más de estos dos últimos, está comprobado), a los que nada nunca les parecerá bastante.
Hace unas semanas el Papa citó a un Emperador de Bizancio del siglo XV, sin hacer suyas por fuerza aquellas antiguas palabras. Midió mal, dado el mundo inflamable en que vivimos, no vio la viga en el ojo propio y metió la pata; pero se disculpó en seguida, lamentó la interpretación de lo que había dicho y se mostró manso y contrito. Eso no bastó a los islamistas que ya habían aprovechado para poner el grito en el cielo: querían más, pero no se sabía bien qué. Ni siquiera les fue suficiente la desproporcionada actuación de algunos de ellos: se cargaron a una pobre monja en Somalia, quizá a un italiano en Marruecos, quemaron iglesias cristianas en Palestina e hicieron arder monigotes del Papa no sé si en Pakistán, Indonesia o en ambos. A veces es tan evidente que la gente sólo busca un pretexto para armar bronca y quejarse (es decir, camorra), que no se entiende cómo los imaginarios “provocadores” caen en la trampa. Era tan evidente, por ejemplo, que Bush y Cheney andaban en su día inventando pretextos para invadir Irak, que no se entiende cómo la comunidad internacional ni se prestó a escucharlos. Así podríamos seguir hasta el infinito, exponiendo casos.
Demasiada gente está hoy convencida de que, si arma suficiente estrépito y se comporta desmedidamente, acabará saliéndose con la suya, porque esas actitudes asustan a unas sociedades pusilánimes y medrosas a las que da pánico ser tildadas de cualquier cosa mal vista, aunque las acusaciones vengan de individuos sin autoridad moral y nada ecuánimes, cuando no de cabestros. Ese es uno de nuestros problemas: que ya no se tiene en cuenta quién acusa, ni su capacidad o incapacidad para hacerlo, su objetividad o subjetividad, su imparcialidad o parcialidad posibles. Lo que nuestro mundo más teme es verse “vociferado” por quien sea, cuando todos sabemos que algunas vociferaciones, según de quienes vengan, no harían sino honrarnos y confirmarnos nuestra buena senda. Este diario, y nuestras sociedades, antes de echarse a temblar cada vez que se los tacha de algo vergonzoso o “malo”, deberían echar un vistazo a los tachadores y juzgar en consecuencia. En muchas ocasiones se tranquilizarían y verían que lo único sensato sería hacer lo que casi nunca hacen: caso omiso.
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