Lo inmaterial y la Modernidad. Manuel Delgado | El País 12-02-2006
En todas las sociedades hay ciertas representaciones que, en tanto remiten a aspectos estratégicos de su organización, se mantienen protegidas de cualquier trato considerado agraviante. Se trata de cosas sagradas, en el sentido de dotadas de un valor ritual que hace inaceptable cualquier trato irreverente. Esos objetos preservados pueden pertenecer a la esfera de lo religioso, aunque en sociedades secularizadas se desplazan a otras instituciones con una función equivalente. Así, en España, la persecución legal contra las ofensas a la bandera o el escrúpulo que rodea el tratamiento de los miembros de la Casa Real responden a un principio idéntico al que en otros contextos prevendría contra la blasfemia o el sacrilegio. Esa misma lógica es la que, a nivel del individuo, nos hace entender como un insulto gravísimo que, por ejemplo, alguien escupa sobre la fotografía de nuestra madre u ofenda a nuestros difuntos.
La reciente reacción ante la publicación de unas caricaturas de Mahoma se inscribe en ese terreno: respuesta vehemente ante lo que una colectividad considera la profanación de los símbolos de su identidad. Ahora bien, la prensa occidental ha tratado las protestas mostrándolas como nuevas evidencias de la naturaleza medievalizante atribuida a la religión musulmana. Lo que se ha repetido es que el nudo del contencioso residía en una actitud intolerante del Islam ante la representación física tanto del Creador como de lo Creado, lo que convertía la reacción suscitada en la respuesta fanática ante la vulneración de un irracional tabú religioso.
La cuestión entonces varía. Una cosa es el ultraje a un símbolo sagrado del otro -en este caso Mahoma representado como un terrorista- y otra la impugnación frontal de la legitimidad de la representación misma de lo divino que se asigna al Islam. Por supuesto que tal convicción, sin los debidos matices, es incompatible con cualquier conocimiento serio del anaconismo islámico, cuya raíz en la ley coránica es discutible y que se basa en la exégesis de hadits, la autoridad de muchos de los cuales -incluso en lo que hace a la figuración del Profeta- ni siquiera es reconocida por el chiísmo.
Pero lo que no parece percibirse es cómo, lejos de constituir una prueba de atraso cultural, el rechazo a la figuración propio del Islam más rigorista constata que se ha entendido que la incorporación a la Modernidad -léase a la plena homogeneización cultural- pasa por desautorizar cualquier pretensión de que el mundo físico pueda actuar como vía de manifestación de lo trascendente.
Ése es precisamente uno de los temas centrales de la gran corriente del hanbalismo suní que practicó la iconoclastia en su expansión, desde el siglo XVIII y hasta ahora: los wahabitas y sus diferentes escuelas.
Y es así que los talibanes deobantís que hace unos años volaban los budas gigantes de Bamiyán reproducían el gesto que había presidido las revoluciones suiza, inglesa u holandesa siglos atrás o la española ahora hará siete décadas, en una de las más masivas destrucciones de arte religioso que han conocido todos los tiempos. Ejerciendo la obsesión contra cualquier presunto indicio directo de lo divino -esa iconofobia presente en el judaísmo, pero ajena a casi todas las demás tradiciones religiosas, con excepciones como ciertas sectas del budismo hinayana o el jainismo digambara-, el islamismo más rígido se instalaba en ese mismo punto de arranque del proceso modernizador que fueron las revoluciones culturales puritanas en la Europa del siglo XVI -que también llegaron a prohibir la música-, de las que el Islam primitivo podía reclamarse precursor.
En efecto, fue el propio Mahoma en persona quien, destruyendo los ídolos de la Kaaba, había anticipado la furia de calvinistas y anabaptistas contra los símbolos de Dios. En eso consistió la ruptura con lo que hasta entonces había sido la continuidad entre experiencias físicas y experiencias intelectuales, que en el plano religioso conducía a una dependencia excesiva respecto de la naturaleza en orden a proveerse en ella de mediaciones con el Supremo. La analogía con lo inefable no podía considerarse sino corruptora de la comunicación con Dios, en tanto que, al establecer que lo sobrenatural podía manifestarse en o a través de una cosa o imagen, desviaba del conocimiento de la Verdad, que es inmanente y, en consecuencia, cognoscible sólo mediante la experiencia subjetiva. Lo espiritual sólo puede ser percibido espiritualmente; no puede haber soporte material para lo inmaterial; no es posible imaginar la inimaginable omnipresencia de Dios.
La intolerancia ante cualquier pretensión de formalizar lo invisible fue el requisito que permitió la irrupción en escena de un personaje inédito que devendría fundamental: el sujeto, única entidad con derecho y capacidad para encontrar en su fe interior un nexo con la divinidad. Ése fue el argumento que defendiera Johan Huizinga en El otoño de la Edad Media, que, en 1930, ya establecía que fue en los límites impuestos a la hora de investir lo perceptible de la grandeza de Dios, donde realmente se produjo el tránsito de la Edad Media a la Modernidad. A partir de entonces, sólo una rectitud trascendente, inalterable, de espaldas y hostil al mundo, basada en la obediencia ciega a los preceptos abstractos e irrepresentables de un texto divino podía garantizar la rectitud y la previsibilidad de las acciones humanas.
Con ello, el dogmatismo del Islam salafita podía y puede poner hoy de manifiesto hasta qué punto el mensaje del Profeta era plan y promesa de modernización y que era en su olvido donde los pueblos islamizados debían encontrar, como castigo, la génesis de su postración. Manuel Delgado. Antropólogo.
En todas las sociedades hay ciertas representaciones que, en tanto remiten a aspectos estratégicos de su organización, se mantienen protegidas de cualquier trato considerado agraviante. Se trata de cosas sagradas, en el sentido de dotadas de un valor ritual que hace inaceptable cualquier trato irreverente. Esos objetos preservados pueden pertenecer a la esfera de lo religioso, aunque en sociedades secularizadas se desplazan a otras instituciones con una función equivalente. Así, en España, la persecución legal contra las ofensas a la bandera o el escrúpulo que rodea el tratamiento de los miembros de la Casa Real responden a un principio idéntico al que en otros contextos prevendría contra la blasfemia o el sacrilegio. Esa misma lógica es la que, a nivel del individuo, nos hace entender como un insulto gravísimo que, por ejemplo, alguien escupa sobre la fotografía de nuestra madre u ofenda a nuestros difuntos.
La reciente reacción ante la publicación de unas caricaturas de Mahoma se inscribe en ese terreno: respuesta vehemente ante lo que una colectividad considera la profanación de los símbolos de su identidad. Ahora bien, la prensa occidental ha tratado las protestas mostrándolas como nuevas evidencias de la naturaleza medievalizante atribuida a la religión musulmana. Lo que se ha repetido es que el nudo del contencioso residía en una actitud intolerante del Islam ante la representación física tanto del Creador como de lo Creado, lo que convertía la reacción suscitada en la respuesta fanática ante la vulneración de un irracional tabú religioso.
La cuestión entonces varía. Una cosa es el ultraje a un símbolo sagrado del otro -en este caso Mahoma representado como un terrorista- y otra la impugnación frontal de la legitimidad de la representación misma de lo divino que se asigna al Islam. Por supuesto que tal convicción, sin los debidos matices, es incompatible con cualquier conocimiento serio del anaconismo islámico, cuya raíz en la ley coránica es discutible y que se basa en la exégesis de hadits, la autoridad de muchos de los cuales -incluso en lo que hace a la figuración del Profeta- ni siquiera es reconocida por el chiísmo.
Pero lo que no parece percibirse es cómo, lejos de constituir una prueba de atraso cultural, el rechazo a la figuración propio del Islam más rigorista constata que se ha entendido que la incorporación a la Modernidad -léase a la plena homogeneización cultural- pasa por desautorizar cualquier pretensión de que el mundo físico pueda actuar como vía de manifestación de lo trascendente.
Ése es precisamente uno de los temas centrales de la gran corriente del hanbalismo suní que practicó la iconoclastia en su expansión, desde el siglo XVIII y hasta ahora: los wahabitas y sus diferentes escuelas.
Y es así que los talibanes deobantís que hace unos años volaban los budas gigantes de Bamiyán reproducían el gesto que había presidido las revoluciones suiza, inglesa u holandesa siglos atrás o la española ahora hará siete décadas, en una de las más masivas destrucciones de arte religioso que han conocido todos los tiempos. Ejerciendo la obsesión contra cualquier presunto indicio directo de lo divino -esa iconofobia presente en el judaísmo, pero ajena a casi todas las demás tradiciones religiosas, con excepciones como ciertas sectas del budismo hinayana o el jainismo digambara-, el islamismo más rígido se instalaba en ese mismo punto de arranque del proceso modernizador que fueron las revoluciones culturales puritanas en la Europa del siglo XVI -que también llegaron a prohibir la música-, de las que el Islam primitivo podía reclamarse precursor.
En efecto, fue el propio Mahoma en persona quien, destruyendo los ídolos de la Kaaba, había anticipado la furia de calvinistas y anabaptistas contra los símbolos de Dios. En eso consistió la ruptura con lo que hasta entonces había sido la continuidad entre experiencias físicas y experiencias intelectuales, que en el plano religioso conducía a una dependencia excesiva respecto de la naturaleza en orden a proveerse en ella de mediaciones con el Supremo. La analogía con lo inefable no podía considerarse sino corruptora de la comunicación con Dios, en tanto que, al establecer que lo sobrenatural podía manifestarse en o a través de una cosa o imagen, desviaba del conocimiento de la Verdad, que es inmanente y, en consecuencia, cognoscible sólo mediante la experiencia subjetiva. Lo espiritual sólo puede ser percibido espiritualmente; no puede haber soporte material para lo inmaterial; no es posible imaginar la inimaginable omnipresencia de Dios.
La intolerancia ante cualquier pretensión de formalizar lo invisible fue el requisito que permitió la irrupción en escena de un personaje inédito que devendría fundamental: el sujeto, única entidad con derecho y capacidad para encontrar en su fe interior un nexo con la divinidad. Ése fue el argumento que defendiera Johan Huizinga en El otoño de la Edad Media, que, en 1930, ya establecía que fue en los límites impuestos a la hora de investir lo perceptible de la grandeza de Dios, donde realmente se produjo el tránsito de la Edad Media a la Modernidad. A partir de entonces, sólo una rectitud trascendente, inalterable, de espaldas y hostil al mundo, basada en la obediencia ciega a los preceptos abstractos e irrepresentables de un texto divino podía garantizar la rectitud y la previsibilidad de las acciones humanas.
Con ello, el dogmatismo del Islam salafita podía y puede poner hoy de manifiesto hasta qué punto el mensaje del Profeta era plan y promesa de modernización y que era en su olvido donde los pueblos islamizados debían encontrar, como castigo, la génesis de su postración. Manuel Delgado. Antropólogo.
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