domingo, enero 18, 2009

Los niños muertos - no salen en la televisión de Israel. GUSTAVO MARTÍN GARZO

Los niños muertos. GUSTAVO MARTÍN GARZO. EL PAÍS - Opinión - 18-01-2009
No deberíamos olvidar nunca las imágenes de los niños palestinos heridos y muertos difundidas estos días por los medios de comunicación. Un padre mostraba el cuerpecito de su hijo como si fuera un cesto vacío; tres hermanos, tirados entre la ropa vieja, recordaban los corderos que se llevan las inundaciones; varios pequeños miraba
n en un hospital a los adultos como esos animales domésticos que no entienden al hombre. Son imágenes que nos acusan, pues somos responsables de ellas. Somos responsables por nuestra indiferencia, y por elegir en las urnas a gobiernos incapaces de reaccionar con dignidad ante horrores así.
Porque estos niños heridos y muertos recuerdan al rey Herodes y la matanza de los inocentes. No es una exageración. Los militares y políticos israelíes que han iniciado esta guerra no son mejores que el cruel rey que ordenó la muerte de los niños. Aún más, Herodes no rehuía la responsabilidad de sus actos. Es la diferencia entre los nuevos señores de la guerra y los villanos que poblaban nuestras fantasías infantiles.
Los antiguos villanos se sabían egoístas y malvados, lo que, paradójicamente, les volvía humanos; pero hoy día, ningún poderoso acepta actuar en nombre de sus propias pasiones. Los políticos de Israel se lamentan de que estén muriendo civiles en los bombardeos, pero son ellos los que lo ordenan. La culpa, nos dicen, es de Hamás y de los propios palestinos, que apoyan a grupos terroristas. Los niños mueren, pero nadie se hace responsable de ello, porque el mundo moderno ha apartado de sí la idea de la culpa, como responsabilidad personal.
Nuestros gobiernos lamentan, por ejemplo, los horrores de la guerra, pero a la vez venden las armas que se utilizan en los campos de minas en los países del Tercer Mundo, como denunció el fotógrafo Gervasio Sánchez en su valiente discurso en los Premios Ortega y Gasset. El mundo, la moral que hemos creado, absuelve a los poderosos de la responsabilidad y la culpa: les basta con alegar dudosas razones de Estado. Pero la muerte o la mutilación de un niño es uno de esos límites que no se pueden cruzar sin que todo lo que hemos construido, nuestro mundo y nuestros valores, se derrumbe como un castillo de naipes.
La razón de esta indiferencia es muy simple: no reaccionamos de la misma forma ante el sufrimiento de los otros como ante el propio. La convicción de que la víctima no es de los nuestros hace que el daño que se le pueda causar no sea visto igual que si fuera uno de nuestro grupo, raza o nación el afectado. Israel se comporta así con los palestinos. No se trata de una guerra de religiones, ni del enfrentamiento de culturas distintas (las culturas árabes, judías y cristianas tienen un tronco común), sino de un simple problema de racismo.
En el fondo, una parte importante del pueblo israelí no considera que los palestinos sean sus iguales. Sus gobiernos llevan años deshumanizándolos, y han hecho de Gaza un campo de concentración donde un millón y medio de seres humanos malviven como el ganado. Un sentimiento básico como la compasión desaparece cuando somos incapaces de ponernos en lugar del otro; por eso, los políticos israelíes pueden esgrimir fríamente la existencia de los atentados de Hamás para justificar sus crímenes. Pero Hamás es un grupo terrorista y no tiene sentido hacer responsable a la población civil de sus actos. Aún más,Hamás no existiría si los palestinos no vivieran humillados. Es una organización que instrumentaliza el sufrimiento de su pueblo, y que sin duda saldrá fortalecida de esta guerra. ¿Es tan torpe el Gobierno de Israel para no saber esto o es justo lo que busca para justificar en el futuro el uso arbitrario de la fuerza? Los palestinos de Gaza proceden de Israel, de donde fueron expulsados.
Israel y Egipto sellan sus fronteras impidiendo la libre circulación de los bienes y las personas. Los jóvenes no tienen futuro, viven en condiciones de extrema pobreza, y esta ausencia de perspectivas alimenta sus sentimientos de odio, pues la falta de libertad es más exasperante que la pobreza. En sus hospitales no hay medicinas, sus escuelas son pobres, no hay un Estado que les proteja. Debido a ello se vuelcan en grupos islamistas, que dan de comer a sus ancianos y enfermos, protegen a sus mujeres y llevan a la escuela a sus hijos.
Sorprende que algo así se mantenga desde hace años ante la indiferencia de todos. Refiriéndose a la situación de los palestinos en Gaza, u
n periodista escribió: "Aquí la vida y la muerte son lo mismo". Pero, paradójicamente, es el Gobierno de Israel el que se hace la víctima. Para ello apela al miedo, que deshumaniza al otro, pues nos hace verle como una amenaza. Los políticos y militares de Israel causan la muerte de centenares de personas, y dicen estar librando una lucha de supervivencia. Pero son ellos los que tienen el poder, el dinero, la fuerza, frente a los palestinos que no tienen nada. Piensan que haber sido los perseguidos en otro tiempo les da una autoridad moral infinita para hacer lo que quieran. Pero "ser una víctima, ha escrito Elisa Martín Ortega, no implica bondad ni rectitud. No es un valor, sino una condición, una desgracia". Los políticos de Israel hablan de terrorismo, pero qué decir de la guerra que ellos han iniciado, de los bombardeos de las escuelas y los mercados, de los niños que matan. ¿Cómo llamarán a eso?
Pero en Israel, esos niños no existen. Sus soldados no hacen daño a los enfermos, ni a las mujeres ni a los ancianos; sus bombas no destruyen las escuelas, los mercados o los hospitales. Hay un control absoluto de la información
, y ni en la televisión ni en los periódicos se habla de lo que ocurre en Gaza de verdad. Aún más, ante cualquier crítica se invoca el antisemitismo como argumento defensivo principal, aunque sean sus gobernantes los que estén traicionando los principios de la delicada y honda cultura judía que dicen representar. Es una conducta que exaspera a los palestinos, a los que sólo queda la salida del fanatismo. El fanatismo se alimenta de la debilidad. El principio de que todo hombre debe reconocer al otro como un semejante, lejos de ser evidente, es una conquista de la voluntad. Que la inteligencia venga a socorrer al amor, escribió Antoine de Saint-Exupéry. Sólo los más fuertes, desde un punto de vista moral, son capaces de evitar responder con violencia a los violentos y de escuchar las palabras de la dulce y amigable razón.
Emmanuel Lévinas, en una de sus lecciones talmúdicas, habló de las ciudades refugio. Eran lugares en que podían cobijarse quienes habían matado a alguien sin quererlo. Su acción había sido involuntaria, por lo que no podían ser condenados, pero necesitaban protegerse de los amigos o familiares del muerto. Eso era una ciudad refugio, un lugar donde se recibía a los que, no siendo culpables, tampoco eran enteramente inocentes. Lévinas pensaba que Occidente podía verse como una de esas ciudades refugio. Puede que no seamos culpables de las cosas que ocurren a nuestro alrededor, pero tampoco somos inocentes de ellas. No deberíamos olvidar esto, a riesgo de caer en lo más terrible: la indiferencia ante el dolor de nuestros semejantes.


Cadáveres de críos SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ DOMINGO - 11-01-2009
-El día en que decidamos olvidar a los niños, la revolución triunfará.
-Ese día, la humanidad entera odiará la revolución.
El diálogo pertenece a la obra de teatro Los justos, de Albert Camus (citada repetidamente estos días por José María Ridao), y lo protagonizan Stepan, el revolucionario que quería tirar la bomba contra el gran duque, aunque fuera acompañado por dos niños, sus sobrinos, y Dora, que defiende a Kaliayev, el revolucionario que se negó a lanzarla. Stepan argumenta: por culpa de la decisión de evitar la muerte de los sobrinos del duque, morirán de hambre y violencia otros muchos niños. Kaliayev replica: la muerte de esos dos niños no hubiera impedido la de los otros.
El día en que Israel decidió olvidar a los niños de Gaza y considerarles "víctimas colaterales" de su justo empeño de acabar con los cohetes que caen sobre su territorio, la sociedad israelí hizo algo terrible: optó sin vergüenza por Stepan. Camus no aceptaba componendas. La pregunta, para él, era bastante simple: ¿está permitido todo lo que sirva a una causa, por muy justa que se considere? Y la respuesta, directa y sin ambigüedades: cualquiera que sean las razones que se argumenten, no.
La opción está entre lo que se puede y lo que no se puede hacer. No se trata ni tan siquiera de proporcionalidades, ante las que tanto dice que se irrita André Gluckman, ni de simpatías políticas, como tanto se lamenta Bernard-Henri Lévy. Es, simplemente, algo que se suponía que ya estaba decidido y aceptado en todas las sociedades civilizadas del mundo: no se construye nada sobre los cadáveres de los niños.
No hay excepción para la atrocidad, por mucho que Israel y quienes defienden su política en Gaza quieran discutir singularidades. Es simple: las sociedades civilizadas no infringen castigos colectivos, no bombardean edificios llenos de niños, aunque allí se esconda el gran duque; no arrasan las casas de los padres de los militantes ni de los terroristas, no interrumpen el suministro de agua, ni dejan los hospitales sin medicinas ni plasma... ¿Tan raro resulta escuchar esto ahora? ¿Tan ingenuo o estúpido?
El principio del siglo XXI está siendo realmente aniquilador: Estados Unidos se llevó por delante el hábeas corpus y el reconocimiento de los prisioneros de guerra; Israel arrasa con la IV Convención de Ginebra y con los derechos de las poblaciones civiles. Los militantes de Hamás que disparan cohetes Qassam contra las poblaciones israelíes cercanas a la frontera "buscan intencionadamente la muerte de civiles", alegan las autoridades israelíes. En nuestro caso, la muerte de los civiles palestinos se produce, simplemente, en el contexto de una actividad militar. ¿Acaso alguien cree en Israel que los militantes de Hamás no se ven a sí mismos como luchadores palestinos y no consideran su lanzamiento de misiles como una "acción militar", justificada por su justo deseo de acabar con un bloqueo infame? Los 20.000 habitantes de Sderot son, sin duda, tristes rehenes de Hamás. ¿Y el millón y medio de palestinos de Gaza? ¿Realmente alguien cree que no son los desgraciados rehenes de Israel? ¿Se protege a los niños de Sderot asesinando a los de Gaza, o viceversa?
¿La culpa de la muerte de los sobrinos del gran duque hubiera sido de él mismo por llevarles en su carruaje? ¿Aceptaremos sin morirnos de la vergüenza esos argumentos o defenderemos todavía un mundo en el que rijan los acuerdos alcanzados en el siglo XX, las reglas que fuimos tan pacientemente construyendo, los inteligentes y trabados textos legales sobre los que asegurábamos que teníamos que regular nuestras relaciones?
Ahora que también está tan de moda menospreciar el periodismo profesional, ¿miraremos hacia atrás y defenderemos el papel del periodismo como testigo, de los periodistas como capaces de dar el testimonio que necesitan los ciudadanos para comprender lo que ocurre? La ofensiva de Israel pasa, precisamente, por no dejar que entren periodistas en Gaza. ¿Habrá que aceptar también que lo hacen por protegernos? ¿O lo denunciaremos como una práctica dictatorial, un atentado contra la libertad de informar? ¿También eso suena raro o ingenuo? Lo ingenuo o estúpido es no denunciar que, según los pocos testimonios que llegan desde dentro de Gaza, la gran mayoría de los muertos y heridos que abarrotan los hospitales son civiles, CIVILES. Más de trescientos cincuenta niños y mujeres han muerto como consecuencia de un castigo colectivo. Y que los castigos de ese tipo son, o eran hasta que empezó este siglo, repugnantes y aborrecibles.

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